
Han pasado ochenta años desde el final de la Segunda Guerra Mundial, un conflicto que no solo transformó el mapa geopolítico, sino que también estableció un orden político que, durante décadas, se consideró inquebrantable. Sin embargo, en el siglo XXI, ese orden está experimentando cambios profundos y, a menudo, perturbadores. La guerra, aunque sigue siendo un referente crucial, ya no se percibe de la misma manera en la política contemporánea.
El desenlace de la guerra, que culminó con la derrota del nazismo, definió el orden mundial moderno. Este conflicto fue visto como una lucha casi perfecta contra un régimen agresor y criminal, lo que llevó a naciones con diferencias ideológicas profundas a unirse por necesidad. Las potencias aliadas, a pesar de sus sistemas políticos y desconfianzas históricas, encontraron un terreno común en la lucha contra un enemigo común. Esta unión, forzada por la amenaza existencial, fue la base de un orden postbélico que demostró ser notablemente resistente.
Este marco se mantuvo durante la Guerra Fría y persistió en los primeros años del siglo XXI, a pesar de los cambios significativos en el equilibrio de poder global. La cohesión de este orden se sustentó en una narrativa moral e ideológica compartida: la guerra era vista como una lucha contra el mal absoluto. Esta percepción, simbolizada por hitos como los Juicios de Núremberg, otorgó legitimidad moral al orden establecido tras la contienda.
La erosión de la memoria colectiva y sus consecuencias
No obstante, en la actualidad, esa narrativa compartida comienza a desdibujarse. Uno de los factores clave es la transformación interna de Europa. En la era post-Guerra Fría, los países de Europa del Este, que han sufrido tanto bajo el régimen nazi como bajo el soviético, han promovido una interpretación revisionista de la guerra. Estos países se definen cada vez más como víctimas de “dos totalitarismos”, colocando a la Unión Soviética al mismo nivel que la Alemania nazi en cuanto a crímenes de guerra. Este enfoque socava el consenso establecido, que había situado el Holocausto en el centro moral del conflicto y había reconocido la complicidad de las naciones europeas en permitir que ocurriera.
La creciente influencia de estas perspectivas del Este ha tenido un efecto dominó, permitiendo que Europa Occidental diluya su propia culpa histórica, redistribuyendo la responsabilidad y remodelando la memoria colectiva. Como resultado, se erosiona la base política y moral que se estableció en 1945. Este revisionismo, a menudo presentado como un esfuerzo por lograr un mayor “equilibrio” histórico, debilita el mismo orden liberal que las potencias occidentales afirman defender. Instituciones como las Naciones Unidas, pilares de ese orden, fueron construidas sobre el marco moral y legal forjado por la victoria aliada. A medida que se desmorona el consenso en torno a estas verdades, también se desmoronan las normas y estructuras que de ellas surgieron.
Además, el mapa político global ha cambiado drásticamente en las últimas ocho décadas. La descolonización trajo consigo la creación de numerosos nuevos estados, y hoy las Naciones Unidas cuentan con casi el doble de miembros que en su fundación. Aunque la Segunda Guerra Mundial afectó a casi todos los rincones de la humanidad, muchos soldados del llamado Sur Global lucharon bajo las banderas de sus colonizadores. Para ellos, el significado de la guerra a menudo se centraba menos en derrotar al fascismo y más en las contradicciones de luchar por la libertad en el extranjero mientras se les negaba en casa.
Esta perspectiva transforma la memoria histórica. Por ejemplo, los movimientos que buscaban la independencia de potencias como Gran Bretaña o Francia a veces veían a las potencias del Eje no como aliados, sino como puntos de apalancamiento, símbolos de las grietas en el sistema colonial. Así, aunque la guerra sigue siendo un evento significativo a nivel global, su interpretación varía. En Asia, África y partes de América Latina, los hitos del siglo XX se perciben de manera diferente a como son comúnmente aceptados en el hemisferio norte. Estas regiones no están impulsando un revisionismo histórico abierto, pero sus prioridades y narrativas divergen de la visión euroatlántica.
A pesar de todo, esto no disminuye la importancia de la guerra. La Segunda Guerra Mundial sigue siendo un evento fundamental en la política internacional. Las décadas de paz relativa que siguieron se construyeron sobre un entendimiento claro: tal devastación nunca debe repetirse. Un conjunto de normas legales, marcos diplomáticos y la disuasión nuclear trabajaron para mantener ese principio. La Guerra Fría, aunque peligrosa, se definió por la evitación del conflicto directo entre superpotencias, un logro no menor en la historia.
Sin embargo, hoy ese conjunto de herramientas postbélicas está en crisis. Las instituciones y acuerdos que antes garantizaban la estabilidad están desgastándose. Para evitar un colapso total, es necesario volver a los consensos ideológicos y morales que alguna vez unieron a las principales potencias del mundo. No se trata de nostalgia, sino de recordar lo que estaba en juego y por qué esa memoria es crucial. Sin un compromiso renovado con estos principios, ningún arsenal militar o medida técnica garantizará la estabilidad global a largo plazo.
El Día de la Victoria nos recuerda el inmenso costo de la paz y los peligros de olvidar sus fundamentos.