Acaba de entrar en la cárcel de Albolote, Granada, el joven de 24 años, Alejandro Fernández, condenado a 6 años por haber estafado 79.20 euros con una tarjeta falsa en 2010, con 18 años. No han valido de nada hasta ahora los recursos solicitando el indulto, ni que en los años transcurridos no haya cometido ningún delito, ni siquiera el de repetir una estafa tan millonaria que no llega a 80 euros. Tampoco ha valido de nada que esté trabajando honrada y normalmente, organizando la vida con su pareja, construyendo su futuro a partir del esfuerzo. A la cárcel por 79.20 euros. El Estado que permite esto y la sociedad que lo tolera están enfermos, necesitan un profundo barrido de sus leyes injustas, de sus miserias morales y de sus cobardías. Se deben eliminar hasta los últimos residuos las tolerancias y tratos de privilegio con los ricos y poderosos y el ensañamiento con los pobres y humildes, como uno de los episodios más importantes, necesarios y urgentes de la lucha de clases actual. Lucha de clases, que no es un enunciado retórico ni una antigualla del pasado, como dicen a veces hasta los que se autoproclaman enemigos del sistema capitalista con la boca pequeña, sino que está presente en todos los detalles de la vida económica, social, educativa y legal.
Estos últimos días hemos asistido a una serie de hechos que desmienten el núcleo central de la afirmación formal de que “las leyes son iguales para todos”, con motivo de la condena de Rato, Blesa, Urdangarín y unos cuantos más, que ahorro citar porque están presentes en la vida cotidiana. Aunque el concepto “estafa” sea un concepto de aplicación universal no tiene absolutamente nada que ver la estafa de 79.20 euros cometida por Alejandro Fernández cuando tenía 18 años con la que la cometen reiteradamente los que durante toda su vida no han hecho otra cosa que acumular dinero. Si es con su trabajo nada que objetar si no son salarios y pensiones millonarias como las que se llevan los banqueros y ejecutivos de bancos, incluso cuando quiebran sus empresas, y los propietarios y ejecutivos de eléctricas o de cualquier otra empresa, que multiplican por cientos o miles las percepciones que reciben los trabajadores asalariados, o los “autónomos”, en muchos casos autónomos forzados. Pero si además es con todo tipo de corrupciones, corruptelas y amiguismos, la estafa es un hecho que afecta gravemente al conjunto de la colectividad, material, social y moralmente.
En consecuencia, la aplicación del concepto estafa debe hacerse teniendo en cuenta el carácter y a los autores de la misma y la cuantía. Si no es así, es injusto, ya que se condena por igual un hecho delictivo de supervivencia con otro de superacumulación de riqueza, sea con las leyes favorables del sistema o con el chanchullo, utilizando el poder económico e institucional del que se dispone, tal como se desprende de la condena de Alejandro Fernández, por una lado, y de la de los Rato, Blesa, Urdangarín… por el otro. Todavía los Pujol y un montón más campan a sus anchas por paraísos fiscales, cuentas opacas, mentiras y compra de favores o defensas jurídicas, políticas y mediáticas bien remuneradas. Por todo lo dicho, creo que queda claro que las leyes, siendo las mismas para todos, no son iguales para todos. El poderoso las usa y abusa y el trabajador, o pobre sin más, las sufre. Son leyes, no es justicia; las leyes emanan y se cumplen en cada momento en función del poder económico, político y cultural, de la ideología que lo sustenta y de la capacidad de coerción que tienen; la justicia sólo es posible si hay una conciencia colectiva de igualdad sustentada en la voluntad social de la mayoría y en el poder y capacidad para imponerla.
Mientras estoy escribiendo ese artículo para La República, motivado por un hecho que pasa desapercibido en los grandes medios de comunicación, leo y veo las grandes preocupaciones y los titulares: la visita de Macri, el representante máximo en Argentina de los intereses de las grandes multinacionales del saqueo, de la reducción de derechos sociales, de la corrupción y de la represión, que escucha como Mariano Rajoy dice que ahora sí que iremos bien después de la Kirchner, coincidiendo ambos en la defensa del neoliberalismo sin topes; sigo el culebrón de Catalunya, en sus cutres vertientes de la corrupción sistémica de décadas, y del secesionismo, que ya ha amnistiado la corrupción de sus ladrones; veo que Xavier Domènech, el jefe de “Catalunya Sí que es Pot”, se va a Bruselas a defender la necesidad del referéndum, sin el cual Catalunya no puede subsistir acosada por un Estado depredador y ladrón. Asisto un día más al predominio de las políticas de la derecha en todos los frentes, mientras el centro izquierda, o centra derecha, depende, y la autoproclamada izquierda, la política y la sindical, navegan en los mares procelosos de la retórica, la denuncia estridente en la forma y banal en el fondo, siguiendo los dictados del poder real, sea en Catalunya o en toda España, sin una propuesta política y una estrategia sólida y efectiva de cambio. Propuesta política y estrategia que no tiene otro camino que reconstruir el pensamiento y la acción de clase, adecuada a los nuevos tiempos pero más necesaria que nunca. Vaya, eso que desprecian los postmodernos tachándolo de obsoleto. Muchos de los rasgos del sistema económico y social actual se parecen a los que Victor Hugo denunciaba en “Los miserables” en el siglo XIX, en el que se metía en la cárcel y a trabajos forzados por vida por el “delito” de robar un pan, mientras los aristócratas y ricos robaban y derrochaban como los ricos y poderosos de hoy.
Volviendo al titular del artículo y sin exagerar ni justificar hechos que deben corregirse y no tolerarse, pido solidaridad con Alejandro Fernández y con todos los que como él son victimas de un sistema injusto. A las personas se las forma desde la infancia, en la casa, en la escuela y en la sociedad. Pero sólo será posible una buena formación humana y social colectiva en la medida que en la sociedad avancen y se impongan los derechos de igualdad y de justicia.