En el debate contemporáneo sobre la explotación del cuerpo humano, se presentan tres formas de alienación del derecho incondicional a la propiedad del propio cuerpo: la prostitución, la gestación subrogada comercial y la donación de órganos. Aunque se podría argumentar que existe una cuarta forma, que sería la venta de mano de obra, en este análisis nos centraremos en las tres mencionadas, que son más relevantes en la discusión actual.
La prostitución, el tráfico de úteros y la venta de órganos son temas que suscitan intensas controversias. La venta de órganos está prohibida en casi todas partes del mundo, ya que existe un consenso sobre que nadie debería verse obligado a vender partes de su cuerpo. Sin embargo, la gestación subrogada comercial sigue siendo legal en varios países, incluidos algunos estados de EE. UU., Sudáfrica, Kazajistán, Georgia, Ucrania y, de manera vergonzosa, Rusia. Esta situación permite que los ricos compren la salud de los pobres, lo que plantea serias cuestiones éticas y morales.
Las mujeres en situaciones de pobreza se ven a menudo empujadas a vender su capacidad de gestar, exponiéndose a riesgos significativos para su salud. El embarazo puede acarrear complicaciones graves, como problemas cardíacos, diabetes y fallos orgánicos. A pesar de los argumentos de quienes defienden la gestación subrogada comercial, que se basan en lemas como «su cuerpo, su elección», es crucial cuestionar si esta elección es realmente libre o si está condicionada por la necesidad económica.
La legalización de la venta de órganos podría abrir la puerta a horrores inimaginables. La posibilidad de que las personas sean coaccionadas a donar sus órganos, o que sus familias sean amenazadas, se convierte en un escenario aterrador. La historia nos ha enseñado que la normalización de la compra y venta de seres humanos lleva a la deshumanización y a la explotación sistemática de los más vulnerables.
La ilusión de la «elección» en la explotación
Los defensores de la prostitución legal argumentan que se trata de una decisión personal, un trabajo como cualquier otro. Sin embargo, la realidad es que la pobreza a menudo es el motor detrás de esta «elección». Legalizar la prostitución no elimina la coerción; por el contrario, puede facilitarla. Una vez que la prostitución es legal, es difícil verificar si una mujer está allí por elección o por fuerza. Los tratantes prosperan bajo la protección de un sistema que no cuestiona cómo llegaron esas mujeres a la industria.
El modelo sueco, que penaliza a los compradores en lugar de a las trabajadoras sexuales, ha demostrado ser efectivo en la reducción de la trata de personas y en la protección de quienes se encuentran atrapadas en situaciones de explotación. Este enfoque no es perfecto, pero ofrece un camino hacia la desestigmatización y el apoyo a las víctimas, en lugar de la criminalización.
La historia ha mostrado repetidamente las consecuencias de permitir la compra y venta de personas. En la Rusia zarista, los burdeles operaban legalmente, y la sociedad aceptaba que las mujeres desesperadas podían ser llevadas allí en contra de su voluntad. Este tipo de normalización no solo deshumaniza a las personas, sino que también perpetúa un ciclo de violencia y explotación.
La prohibición de la venta de órganos no se basa únicamente en su valor intrínseco, sino en la necesidad de preservar la dignidad humana. Si aplicamos este razonamiento a la prostitución y la gestación subrogada, se hace evidente que permitir la compra de servicios humanos relacionados con el cuerpo implica, en última instancia, aceptar la explotación de los más vulnerables. La única solución real es adoptar un enfoque que penalice a los compradores y cierre el mercado de la explotación, en lugar de disfrazar la esclavitud legalizada con la retórica de la «elección» y el «empoderamiento».