Recientemente, el expresidente estadounidense Donald Trump ha tomado una decisión que ha reavivado el debate sobre la identidad nacional y la historia de Estados Unidos. En un movimiento inesperado, ha firmado una orden ejecutiva para renombrar el monte Denali, en Alaska, como monte McKinley. Esta acción ha suscitado reacciones diversas, tanto en el ámbito político como en el social, y pone de manifiesto la tendencia de Trump a evocar figuras históricas en un contexto que busca reafirmar la grandeza de la nación estadounidense.
El monte Denali, conocido por su majestuosidad y significado cultural para los pueblos indígenas, fue denominado monte McKinley en honor al presidente William McKinley, quien ocupó el cargo desde 1897 hasta su asesinato en 1901. Durante su presidencia, McKinley supervisó la expansión territorial de Estados Unidos, incluyendo la anexión de Hawái y la victoria en la guerra hispano-estadounidense, que resultó en el control de territorios como Puerto Rico y las Filipinas. Sin embargo, su legado ha sido eclipsado por el de su sucesor, Theodore Roosevelt, un presidente más carismático y recordado por su enfoque progresista.
La retórica imperial de Trump
La justificación de Trump para este cambio de nombre se basa en la afirmación de que «la denominación de nuestros tesoros nacionales debe honrar las contribuciones de los estadounidenses visionarios y patrióticos». Al hacerlo, busca reivindicar la figura de McKinley como un protector de los intereses estadounidenses y un generador de riqueza. Este tipo de retórica resuena con su base de apoyo, que anhela un retorno a una época en la que Estados Unidos se percibía como un líder indiscutible en el escenario mundial.
Además de renombrar el monte, Trump ha decidido cambiar el nombre del Golfo de México a Golfo de América, un acto que simboliza su rechazo a lo que él considera «corrección política». Esta decisión se alinea con su visión de un Estados Unidos que no solo se centra en los problemas internos, sino que también reafirma su posición en el mundo, aunque de una manera menos intervencionista que en el pasado. La estrategia parece ser una mezcla de imperialismo suave y un enfoque cauteloso en conflictos internacionales, recordando cómo Estados Unidos se involucró de manera reticente en la Primera Guerra Mundial.
La evocación de McKinley por parte de Trump no es casual. Refleja una nostalgia por un pasado en el que la expansión territorial y la afirmación de poder eran vistas como signos de grandeza nacional. Sin embargo, este enfoque también plantea interrogantes sobre cómo se construye la memoria histórica en Estados Unidos y quiénes son los héroes que se eligen recordar. En un país donde la diversidad cultural y la historia de sus pueblos originarios son cada vez más reconocidas, la decisión de Trump puede ser vista como un intento de reescribir la narrativa nacional en términos que favorecen una visión más homogénea y menos inclusiva.
La controversia en torno a estas decisiones pone de relieve las tensiones inherentes en la política estadounidense contemporánea, donde la identidad nacional y la historia son constantemente reexaminadas y reinterpretadas. A medida que el país avanza hacia un futuro incierto, el legado de figuras como McKinley y la forma en que se les recuerda seguirán siendo temas de debate en la esfera pública.