
Europa se encuentra en un momento crucial, atravesando un cambio de paradigma en su enfoque de la seguridad y la defensa. La transición de un modelo de multilateralismo centrado en el comercio y la diplomacia hacia uno que prioriza la disuasión militar es cada vez más evidente. Josep Borrell, ex jefe de la diplomacia europea, ha afirmado que “no podemos ser un herbívoro en un mundo de carnívoros”. Esta reflexión se traduce en un aumento significativo de los planes para fortalecer las Fuerzas Armadas de los Estados miembros de la Unión Europea y revitalizar la industria armamentística en el continente.
El presidente francés, Emmanuel Macron, ha subrayado la necesidad de que Europa despierte de “la edad de la inocencia” que comenzó con la caída del Muro de Berlín, advirtiendo que su futuro no debe depender de decisiones tomadas en Washington o Moscú. La percepción de que Estados Unidos ya no es un socio fiable ha llevado a países como Francia y Alemania a comprometerse a aumentar sus capacidades militares. El canciller electo alemán, Friedrich Merz, ha declarado: “Haremos lo que haga falta”. Por su parte, el presidente español, Pedro Sánchez, ha propuesto elevar los mecanismos de seguridad a la categoría de “Bien Público Europeo”, sugiriendo la creación de fondos comunes para la adquisición de armamento, con Bruselas buscando movilizar 800.000 millones de euros en una década.
El dilema del gasto militar
Este impulso militarista se está llevando a cabo sin un debate público adecuado, impulsado por la urgencia de los acontecimientos en el terreno. La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca ha dejado a sus aliados desconcertados y ha activado una respuesta colectiva. Sin embargo, cuando se discutan los presupuestos, surgirán interrogantes cruciales: ¿debería Europa reducir su estado del bienestar para aumentar el gasto en defensa? Estudios han demostrado que existe una relación inversa entre el gasto militar y la calidad de los sistemas de salud y educación pública. La segunda pregunta es inquietante: si aumentamos el número de armas, ¿estamos aumentando también la probabilidad de guerras?
A lo largo del siglo XX, las carreras armamentísticas han demostrado ser un camino peligroso. La competencia naval entre el Reino Unido y Alemania culminó en la Primera Guerra Mundial, que dejó un saldo de diez millones de muertos. En contraste, durante la Guerra Fría, aunque se produjo la mayor acumulación de armamento nuclear, el enfrentamiento directo entre las superpotencias se evitó, aunque generó numerosos conflictos indirectos en diversas regiones del mundo. Dan Smith, director del Instituto Internacional de Investigación por la Paz de Estocolmo (SIPRI), advierte que el aumento del gasto militar podría no llevar a un conflicto directo entre potencias, pero sí a un incremento de los conflictos en el mundo.
A pesar de que el gasto militar global asciende a aproximadamente 2,5 billones de euros, con Estados Unidos liderando con 850.000 millones, Europa contribuye con unos 400.000 millones. Sin embargo, el gasto militar ha ido disminuyendo desde el pico de la Guerra Fría, pasando del 10% del gasto público en 2000 al 7,5% en 2022. La invasión de Ucrania por parte de Rusia y los conflictos en Oriente Próximo han alterado esta tendencia, llevando a un nuevo auge del militarismo.
Michael Colins, del Instituto para la Economía y la Paz (IEP), señala que 108 de los 163 países analizados han incrementado su militarización en el último año. La erosión de los mecanismos multilaterales, combinada con esta creciente militarización, aumenta la probabilidad de conflictos armados, incluyendo en Europa. La división entre las grandes potencias se hace evidente, reflejada en la disminución de resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU y un aumento en el número de vetos.
El número de conflictos abiertos ha ido en aumento en los últimos 15 años, alcanzando los 60 conflictos que involucran a unos 90 países. Un cambio significativo es que, mientras que durante la Guerra Fría el 75% del gasto militar era concentrado por las potencias del Consejo de Seguridad, actualmente representan solo el 50%. Este cambio implica que más actores están armados, lo que puede complicar la resolución de conflictos.
En este contexto, es fundamental explorar cómo evitar que el aumento de armamento derive en más conflictos. Las potencias intermedias como la Unión Europea, Brasil y Japón pueden desempeñar un papel diplomático, gestionando planes de paz. Mientras se arman, los líderes europeos están promoviendo un plan alternativo de paz para Ucrania, en contraposición a las propuestas de rendición que provienen de Washington.
La administración de Donald Trump ha desmantelado el orden internacional existente, retirando a Estados Unidos de organismos clave y negociando sin la participación de las partes afectadas. En este nuevo escenario, las potencias intermedias deben esforzarse por fortalecer la ONU y promover la cooperación internacional en la resolución de conflictos. Invertir en la llamada Paz Positiva, que fomenta actitudes y estructuras que mantienen la paz, así como en mecanismos equitativos de compartición de recursos, será crucial para reducir las tensiones y prevenir la escalada de conflictos.