
En algunas de las regiones más remotas e inaccesibles del planeta, se han encontrado huellas de la actividad humana. Desde plásticos en la Fosa de las Marianas hasta residuos en el monte Everest, la contaminación se ha convertido en una constante, y en el Océano Ártico se han detectado lo que se conocen como «químicos eternos», o PFAS.
Los PFAS, o sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas, son un grupo de miles de productos químicos sintéticos que comenzaron a popularizarse en la década de 1950. Un ejemplo común es el ácido perfluorooctanoico (PFOA), utilizado en la producción de Teflón. Según el epidemiólogo Martyn Kirk, de la Universidad Nacional de Australia y principal investigador del Estudio de Salud de PFAS, «básicamente, toda la población de los países industrializados está expuesta».
Persistencia y riesgos para la salud
Como su nombre indica, los PFAS son particularmente persistentes en el medio ambiente. Su estructura química, compuesta de átomos de carbono y flúor, les confiere una resistencia notable, lo que les permite permanecer en el organismo humano durante más de una década. Esta acumulación en el cuerpo puede dar lugar a efectos adversos en la salud, como niveles elevados de colesterol y, potencialmente, un mayor riesgo de cáncer.
El Estudio de Salud de PFAS reveló que los residentes de comunidades expuestas a la contaminación por PFAS presentaban niveles más altos de estos compuestos en sangre en comparación con comunidades no contaminadas. Kirk subraya que «estos químicos claramente tienen un efecto biológico en los humanos». Además, se han encontrado PFAS en órganos vitales como los pulmones, el hígado y los riñones, así como en el cerebro humano, aunque los efectos sobre la salud de esta última detección aún no se han evaluado.
La preocupación por los PFAS ha llevado a la comunidad científica y a organizaciones medioambientales a enfatizar la necesidad de tomar medidas preventivas, dado que la evidencia sobre sus efectos sigue evolucionando. Sin embargo, a diferencia del asbesto y su relación directa con enfermedades como el mesotelioma, el consenso actual sobre los PFAS es menos claro.
En Australia, se han realizado cambios significativos en la gestión de los PFAS en los últimos años. A pesar de no contar con instalaciones de fabricación, los ciudadanos pueden estar expuestos a estos químicos a través de envases de alimentos, ropa y alfombras. Se ha identificado contaminación en lugares como aeropuertos y bases de la Defensa Australiana debido al uso de espumas de combate contra incendios que contienen PFAS.
Los efectos de esta contaminación no se limitan a la salud física. Kirk menciona el impacto psicológico que experimentan los residentes de comunidades afectadas, describiendo la situación como «desastres de movimiento lento» que afectan no solo la salud, sino también el valor de las propiedades y los estilos de vida, como la posibilidad de tener animales de corral.
La limpieza de la contaminación por PFAS supondrá un desafío monumental y costoso. Se estima que la contaminación por PFAS podría costar a Australia miles de millones de dólares al año. A medida que la investigación avanza, la necesidad de una regulación más estricta se vuelve imperativa. La aprobación de nuevas normativas que limiten el uso de PFAS es un paso en la dirección correcta, pero muchos expertos advierten que los esfuerzos actuales no son suficientes y que es necesario prohibir un rango más amplio de sustancias dentro de este grupo químico.
Se espera que el Consejo Nacional de Salud e Investigación Médica de Australia publique directrices finales sobre los niveles aceptables de varios tipos de PFAS en el agua potable en los próximos meses, un desarrollo que podría tener un impacto significativo en la salud pública y la seguridad ambiental.