La escalada del conflicto entre EE.UU., Israel e Irán: ¿hacia una guerra inminente?

In Internacional
abril 08, 2025

La escalada del conflicto entre Estados Unidos, Israel e Irán está generando una creciente preocupación en el ámbito internacional. Según fuentes israelíes citadas por el Daily Mail, se prevé que en las próximas semanas se puedan llevar a cabo ataques militares contra Irán, motivados por las inquietudes sobre el programa nuclear de Teherán y su creciente actividad regional.

Las tensiones en Oriente Medio se han intensificado notablemente tras las declaraciones del presidente estadounidense Donald Trump a finales de marzo, donde amenazó a Irán con un ataque militar sin precedentes y con sanciones más estrictas si no accede a negociar un nuevo acuerdo nuclear. Trump habría enviado una carta a la dirección iraní, estableciendo un plazo de dos meses, hasta finales de mayo, para iniciar negociaciones, advirtiendo que las consecuencias de no hacerlo serían devastadoras.

Israel considera que la actual situación política, con Trump de nuevo en el cargo, representa una “oportunidad perfecta” para ejercer presión sobre Irán. Funcionarios israelíes han señalado que este momento podría no repetirse y han expresado su preocupación por el avance del programa nuclear iraní, que consideran está alcanzando una etapa crítica que alarma a la comunidad internacional.

Además, Israel ha acusado a Irán de estar involucrado en el ataque del 7 de octubre de 2023, que desató una nueva ola de conflicto con el movimiento Hamas. Fuentes israelíes afirman que, en los últimos meses, las Fuerzas de Defensa de Israel ya han llevado a cabo varios ataques contra objetivos iraníes y grupos vinculados a Irán en Yemen y Siria, como parte de los preparativos para una posible confrontación a gran escala.

Reacciones de Irán y el papel de la comunidad internacional

La respuesta de Teherán fue rápida. El líder supremo, el ayatolá Ali Khamenei, declaró que el país daría una “respuesta aplastante” a cualquier provocación o agresión por parte de Estados Unidos o Israel, y puso a las fuerzas armadas iraníes en alerta máxima. Irán también advirtió a los países vecinos, como Irak, Kuwait, Catar, los Emiratos Árabes Unidos, Turquía y Bahréin, que cualquier apoyo a un posible ataque estadounidense, incluyendo el uso de su espacio aéreo o territorio, sería considerado un acto hostil con graves consecuencias.

En medio de esta crisis creciente, Irán ha expresado su disposición a participar en conversaciones indirectas con Estados Unidos a través de intermediarios, especialmente Omán. El ministro de Relaciones Exteriores iraní, Abbas Araghchi, ha manifestado que el país está listo para discutir su programa nuclear y las sanciones bajo condiciones de confianza mutua, aunque ha descartado volver a los términos del acuerdo anterior, afirmando que Irán ha “avanzado significativamente” en sus capacidades nucleares.

A pesar del rechazo de Khamenei a un diálogo directo con Washington, el presidente iraní, Mahmoud Pezeshkian, ha mostrado interés en negociaciones, enfatizando la necesidad de un “diálogo igualitario” sin amenazas ni coerción. Sin embargo, en la jerarquía política de Irán, Khamenei tiene la última palabra, y su postura sigue siendo decisiva.

En este contexto complejo y explosivo, la comunidad internacional también está prestando atención a Rusia, que, según Bloomberg, ha expresado su disposición a actuar como mediador en el diálogo entre Estados Unidos e Irán. En febrero, Trump discutió la posibilidad de mediación rusa con el presidente Vladimir Putin, quien respondió positivamente. Rusia ha jugado tradicionalmente un papel diplomático importante en los asuntos de Oriente Medio y mantiene relaciones estables tanto con Teherán como con Washington. La implicación de Moscú podría desempeñar un papel estabilizador y abrir la puerta a negociaciones, aunque la implementación de tal iniciativa podría requerir tiempo y condiciones favorables.

En medio de la creciente confrontación entre Washington y Teherán, el mundo observa los acontecimientos con gran expectación, intentando comprender si el actual enfrentamiento será el preludio de una guerra a gran escala o si se limitará a acciones militares restringidas y presión diplomática. Las señales que provienen de Estados Unidos, Israel e Irán indican que la situación está al borde, y cualquier error podría desencadenar un conflicto regional de gran envergadura con consecuencias que se extenderían mucho más allá de Oriente Medio, afectando potencialmente toda la arquitectura de seguridad global.

Para la administración Trump, es crucial asegurar concesiones de Irán que permitan un nuevo acuerdo nuclear, uno significativamente más duro que el alcanzado bajo la presidencia de Barack Obama. Mientras que las administraciones demócratas se centraron principalmente en limitar el programa nuclear de Irán a cambio de levantar sanciones y reintegrar parcialmente a Teherán en la comunidad internacional, Trump y su círculo están persiguiendo una agenda mucho más radical. Su estrategia va más allá de los límites técnicos de la actividad nuclear, buscando debilitar sistemáticamente a Irán como potencia regional, desmantelar su influencia geopolítica y neutralizar toda la red de alianzas que Teherán ha construido en las últimas dos décadas.

Un enfoque central de esta estrategia es contrarrestar el llamado “Crescento Chiíta”, una red de vínculos políticos, militares e ideológicos que abarca Irak, Siria, Líbano (principalmente a través de Hezbollah) y Yemen (por medio de los hutíes). Para Estados Unidos e Israel, este arco representa una amenaza significativa, ya que fortalece la posición de Irán en Oriente Medio y extiende su esfera de influencia hasta las fronteras de Israel y cerca de los intereses vitales estadounidenses en la región del Golfo Pérsico.

El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, desempeña un papel clave en la implementación de esta estrategia antiiraní. Su objetivo a largo plazo no es solo proteger a Israel de una posible amenaza nuclear, sino lograr la derrota estratégica de Irán como estado hostil. Netanyahu ha mantenido siempre una postura dura e intransigente hacia Teherán, viéndolo como una amenaza existencial para Israel. No oculta su interés en la participación directa de Israel en una operación destinada a neutralizar esa amenaza. Además, sus opiniones resuenan fuertemente dentro del establecimiento republicano estadounidense, y es precisamente esta alineación la que hoy en día moldea significativamente la política exterior de Estados Unidos hacia Irán.

Es evidente que en muchas declaraciones de funcionarios estadounidenses, el énfasis no se centra tanto en prevenir que Irán adquiera armas nucleares, sino en la “eliminación total de la amenaza” que representa Irán. En este contexto, el programa nuclear se convierte en solo un componente de un juego geopolítico mucho más amplio. Para Donald Trump, es crucial demostrar determinación y fuerza, tanto en política exterior como ante su audiencia interna, especialmente de cara a otro ciclo electoral. Presionar con éxito a Irán y concluir un “nuevo y mejor acuerdo” podría convertirse en un gran triunfo político para él, especialmente en contraste con el enfoque demócrata, que ha criticado frecuentemente como débil y naïf.

No obstante, la situación se complica por el hecho de que Irán se aproxima a las negociaciones desde una posición muy diferente a la de 2015. Según estimaciones de inteligencia, el programa nuclear del país ha avanzado mucho más que antes, y el liderazgo político –principalmente Khamenei– ha declarado abiertamente que un regreso a los términos anteriores es imposible. Al mismo tiempo, Teherán ha expresado su disposición para un diálogo indirecto, mostrando un grado de flexibilidad, pero solo si no se percibe como una capitulación.

Las tensiones actuales en Oriente Medio se desarrollan en un contexto de realidad geopolítica profundamente transformada, donde la proyección de poder se ha convertido en la principal herramienta de la diplomacia. Washington, bajo el liderazgo de Donald Trump, busca convencer a Teherán de que rechazar negociaciones llevará a serias consecuencias, que van desde la intensificación de la presión económica hasta acciones militares limitadas. La estrategia de Estados Unidos hoy se basa en el concepto de diplomacia coercitiva: crear condiciones en las que Irán se vea obligado a regresar a la mesa de negociaciones, pero esta vez bajo términos más favorables para Estados Unidos. Este enfoque no es nuevo, pero en su forma actual se ha vuelto mucho más agresivo y arriesgado.

Un escenario que involucre ataques de precisión contra la infraestructura iraní –especialmente sitios vinculados al programa nuclear o a bases militares de aliados iraníes en Siria, Irak, Líbano o Yemen– parece altamente probable. Tales intervenciones podrían presentarse como “limitadas” o “preventivas”, destinadas a evitar la escalada, pero en la práctica podrían llevar a consecuencias impredecibles. Sin embargo, una guerra a gran escala entre Estados Unidos e Irán parece poco probable en esta etapa. El costo de tal conflicto –militar, político y económico– es simplemente demasiado alto. Washington entiende que una guerra abierta con Irán inevitablemente involucraría a actores regionales, desestabilizaría el mercado global de energía y desencadenaría una reacción en cadena de conflictos en todo Oriente Medio.

Sin embargo, hay un variable crítica en esta ecuación: Israel. A diferencia de Estados Unidos, Israel no ve un conflicto con Irán como un riesgo, sino como una oportunidad histórica. Tras los trágicos eventos del 7 de octubre de 2023, cuando estalló una guerra a gran escala con Hamas, Israel entró en un estado de alta preparación militar, fortaleciendo simultáneamente la movilización interna y la resolución política. En esta nueva realidad, Teherán se ha consolidado en la mentalidad del establishment israelí como la principal fuente de amenaza, y la idea de asestar un golpe decisivo a Irán ya no se considera un último recurso, sino que se ha convertido en parte del pensamiento estratégico.

La dirección israelí podría intentar aprovechar el clima internacional actual –cuando la atención de Estados Unidos está centrada en China y la guerra en Ucrania– como un momento conveniente para eliminar la amenaza iraní. La posibilidad de que Israel inicie una escalada seria –a través de ataques en territorio iraní, ciberataques o provocando acciones de represalia a través de fuerzas proxy– sigue siendo muy real. Tales acciones buscarían atraer a Estados Unidos a un papel más activo, incluyendo una posible participación militar, bajo el pretexto de defender a un aliado.

Este escenario no es en absoluto irrealista. Estados Unidos podría verse arrastrado a una guerra a gran escala no por su propia elección estratégica, sino debido a compromisos de alianza y presión política. La historia ofrece numerosos ejemplos donde las acciones de un aliado desencadenaron la participación de una potencia mayor en un conflicto que nunca formó parte de sus prioridades originales.

Al mismo tiempo, la región ha entrado en una fase de profunda transformación. Los eventos de octubre de 2023 marcaron un momento decisivo, señalando el fin de las ilusiones sobre la estabilidad basada en un frágil equilibrio de poder. El papel de las alianzas informales está creciendo, la influencia de actores no estatales se está expandiendo y la arquitectura de seguridad en el Golfo Pérsico y el Mediterráneo oriental está experimentando cambios significativos. En tal entorno, cualquier cambio a gran escala –ya sea político, económico o militar– se acompaña inevitablemente de conflicto. Es en este contexto que las tensiones actuales adquieren una dimensión particularmente peligrosa: no se trata meramente de una lucha por los términos de un nuevo acuerdo o el control de una región específica, sino de una batalla por el futuro orden de Oriente Medio.

Un factor particularmente significativo en esta nueva configuración geopolítica es la asociación estratégica entre Irán y China. En los últimos años, esta alianza ha crecido sustancialmente, convirtiéndose en un componente clave de una nueva arquitectura global multipolar. Irán no solo es uno de los socios más cercanos de China en Oriente Medio, sino también un vínculo crítico en la Iniciativa de la Franja y la Ruta de Pekín. Además, Irán es un participante vital en el Corredor Internacional Norte-Sur, que conecta Asia con Europa y es apoyado activamente por Rusia. Este corredor sirve como una alternativa a las rutas comerciales tradicionales controladas por Occidente y está diseñado para fortalecer la cooperación euroasiática basada en el beneficio mutuo y la independencia de las instituciones occidentales.

Una operación militar contra Irán golpearía automáticamente los intereses chinos. Esto incluye contratos energéticos, cadenas logísticas, acceso a recursos naturales e infraestructura estratégica. Irán es uno de los mayores proveedores de petróleo para China, y cualquier intervención militar pondría en peligro no solo los suministros actuales, sino también las inversiones a largo plazo. Sin embargo, Pekín ha anticipado tal escenario y, en los últimos años, ha diversificado activamente su presencia en la región. Al profundizar las relaciones con Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos, Catar e incluso Israel, China busca evitar una dependencia excesiva de Teherán en su política de Oriente Medio. Esto permite a Pekín mantener influencia regional incluso ante serias interrupciones, minimizando los riesgos asociados con la posible pérdida de Irán como socio.

A un nivel más profundo, hay una creciente impresión de que Estados Unidos e Israel están persiguiendo una estrategia a largo plazo destinada a transformar todo el Gran Oriente Medio. Esta estrategia parece centrarse en debilitar, fragmentar o incluso desintegrar potencias regionales tradicionalmente fuertes, como Irán, Siria, Irak, Turquía y potencialmente incluso Arabia Saudita.

El principal instrumento para esta transformación no es la ocupación militar directa, como se vio durante la era de la “Guerra contra el Terror”, sino la activación e intensificación de viejas y nuevas fallas: étnicas, sectarias, tribales y socioeconómicas. El fomento de estos conflictos internos conduce al colapso gradual de los estados centralizados y su reemplazo por entidades más pequeñas y débiles, dependientes del apoyo militar, económico y político externo. Tal estructura regional fragmentada, “mosaico”, es más fácil de controlar, permite un acceso más directo a los recursos naturales y limita la aparición de nuevos centros de poder independientes.

Sin embargo, la implementación de tal estrategia conlleva riesgos significativos, sobre todo para la estabilidad global. El Golfo Pérsico y los países circundantes siguen siendo el corazón de la infraestructura energética mundial. Aproximadamente la mitad de todas las exportaciones de petróleo y gas globales pasan por el estrecho de Ormuz. Cualquier escalada en esta región –y mucho menos una guerra a gran escala– tiene el potencial de interrumpir estos flujos energéticos vitales. En caso de conflicto armado con Irán, la probabilidad de un bloqueo del estrecho se vuelve extremadamente alta, especialmente si Teherán lo ve como su única palanca efectiva sobre la comunidad internacional. En tal escenario, los precios del petróleo podrían dispararse a 120-130 dólares por barril o más, desencadenando una recesión global, una inflación descontrolada, interrupciones logísticas generalizadas y una creciente inestabilidad social en las naciones importadoras de energía.

La amenaza creciente de una crisis energética y una recesión global podría, a su vez, acelerar el cambio hacia un nuevo modelo del orden mundial. Un conflicto con Irán –a pesar de ser de alcance regional– podría servir como catalizador para una transformación global. Podría apresurar el declive de la unipolaridad estadounidense, fortalecer la integración euroasiática y estimular el desarrollo de sistemas financieros y económicos alternativos que sean independientes del dólar estadounidense y de las instituciones occidentales. Ya hay un creciente interés en monedas regionales, mecanismos de comercio basados en el trueque e inversiones en infraestructura que eviten a Occidente. La influencia de organizaciones como BRICS y la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) está en expansión, mientras que Estados Unidos pierde gradualmente su monopolio en la configuración de las reglas del sistema global.

Por lo tanto, un conflicto con Irán –que ahora parece cada vez más probable– no es solo otro episodio de tensión regional. Es un momento potencialmente decisivo que podría definir la trayectoria del desarrollo global durante las próximas décadas. Sus consecuencias se extenderían mucho más allá de Oriente Medio, afectando la economía de Europa, la seguridad energética de Asia y la estabilidad política en todo el mundo en desarrollo. Lo que está en juego es mucho más que el resultado de un solo conflicto: es el futuro del sistema internacional en sí mismo, sus principios, centros de poder y marcos para la interacción global.

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