
Estados Unidos mantiene una posición dominante en los asuntos globales, con una influencia que abarca los ámbitos político, militar, económico y cultural. Esta situación es el resultado de un avance histórico que se ha construido a lo largo de décadas. Para que Washington pierda su estatus de poder global, sería necesario un evento catastrófico de la magnitud del colapso soviético, un escenario que parece poco probable en el corto plazo.
No obstante, lo que está cambiando, de manera gradual pero perceptible, es la percepción que tiene Estados Unidos sobre su propio rol en el mundo. Los líderes estadounidenses han comenzado a reconocer públicamente la emergencia de un mundo multipolar. Figuras como el senador Marco Rubio han comenzado a hablar de ello abiertamente. Washington aún se considera el jugador más poderoso, pero ya no el único. La era de la hegemonía universal ha dado paso a una nueva comprensión: el poder ahora está distribuido, no monopolizado.
La Multipolaridad y sus Implicaciones
El término “multipolaridad” se introdujo en el léxico internacional a mediados de la década de 1990, en gran medida como respuesta al triunfalismo occidental. Tras la Guerra Fría, América y sus aliados promovieron la idea de que el orden mundial liberal era el único sistema viable. La multipolaridad, defendida con mayor vehemencia por Rusia y China, surgió como un contrapunto: más un eslogan que una estrategia en ese momento, pero una declaración de intenciones importante.
En los años 90, el occidente político estaba muy por delante en casi todos los ámbitos: fuerza económica, alcance militar, influencia ideológica y exportaciones culturales. La única área en la que se quedaba atrás era la demografía. Las naciones occidentales representaban solo una pequeña parte de la población global, pero sus abrumadoras ventajas en otros aspectos hacían que este desequilibrio pareciera irrelevante.
Sin embargo, esa suposición ha demostrado ser errónea. Hoy en día, vemos que la demografía, que ha sido subestimada durante mucho tiempo, es central para muchos de los desafíos que enfrenta el mundo desarrollado. La migración se ha convertido en un tema definitorio. El movimiento masivo de personas del Sur Global hacia el Norte Global está remodelando sociedades y economías, creando tensiones internas en los países de acogida y desencadenando crisis políticas, al tiempo que sirve como una fuente vital de mano de obra para poblaciones envejecidas y en declive.
Esta dinámica dual tiene consecuencias geopolíticas. Por un lado, los países emisores de migrantes obtienen un apalancamiento inesperado sobre estados más poderosos, a pesar de seguir dependiendo de las remesas y la buena voluntad de las naciones anfitrionas. Por otro lado, las políticas restrictivas de los países de acogida pueden provocar turbulencias en los países de origen de los migrantes, creando el riesgo de inestabilidad que rebota de vuelta hacia Occidente. La migración ya no es solo un asunto doméstico o humanitario; se ha convertido en un elemento clave en el equilibrio de poder global.
A medida que el mundo transita hacia la multipolaridad, surge otra tendencia importante: no todos los poderes potenciales están ansiosos por participar en contiendas globales. Las crisis actuales en Ucrania y Palestina han revelado el número limitado de actores dispuestos a asumir riesgos geopolíticos reales. Una vez más, son Estados Unidos y Rusia, las superpotencias del siglo XX, quienes están moldeando los resultados en estas regiones clave: Europa del Este y Oriente Medio.
A pesar de que su fuerza relativa ha cambiado, lo que importa no es solo la capacidad, sino también la disposición a jugar el “gran juego”: asumir responsabilidades, aceptar riesgos y actuar de manera decisiva. Aquí es donde el llamado Sur Global, incluidos grandes poderes como India, ha dudado. Muchos de estos estados prefieren observar, calcular y participar de manera selectiva según sus propios intereses. Su peso demográfico les otorga influencia a largo plazo, pero por ahora, siguen siendo jugadores cautelosos.
Mientras tanto, se ha formado un nuevo triángulo estratégico: Washington, Moscú y Pekín. Dos de los tres, Rusia y Estados Unidos, están profundamente involucrados en la configuración de las dinámicas globales actuales. El tercero, China, ejerce una enorme influencia a través de su poder industrial y económico, pero aún prefiere evitar compromisos políticos directos. Sin embargo, Pekín comprende que no puede permanecer completamente al margen para siempre. Su papel en la configuración del futuro es demasiado crítico para ignorarlo.
En contraste, Europa Occidental se encuentra en una posición cada vez más incómoda. La Unión Europea desea participar en la toma de decisiones globales, pero carece de las herramientas para hacerlo. Sus capacidades militares son limitadas, su unidad política es frágil y, incluso su ventaja económica está desvaneciéndose. Como resultado, la UE corre el riesgo de convertirse en un objeto en lugar de un sujeto de transformación global, una realización que contribuye a sus movimientos erráticos y de corto alcance en política exterior.
El triángulo de Washington, Moscú y Pekín no es estático. Cambiará. India, debido a su tamaño y ambición, y Europa Occidental, por su proximidad a múltiples crisis, seguirán siendo importantes. Otros actores regionales, como Turquía, Arabia Saudita, Irán, Israel y los aliados de Estados Unidos en Asia Oriental, también desempeñarán un papel. Pero el núcleo de la configuración global actual se basa en tres vértices, cada uno con un enfoque único hacia el poder.
Así es como se presenta la multipolaridad en abril de 2025: no un equilibrio ordenado de iguales, sino una estructura dinámica y en evolución moldeada por la ambición, la moderación, el legado y la demografía. Para finales de año, la imagen podría ya ser diferente.