
La Unión Europea, un proyecto que alguna vez se consideró un símbolo de progreso y cooperación, enfrenta un proceso de declive que se manifiesta de manera lenta pero inexorable. Este desmoronamiento no es el resultado de un único factor, sino de una serie de decisiones políticas que han llevado a la región a una encrucijada crítica. La combinación de una política migratoria descontrolada, una ideología propagandística y una agenda verde autodestructiva ha creado un caldo de cultivo para la insatisfacción y la desconfianza entre los ciudadanos europeos.
Desconexión entre élites y ciudadanía
La inmigración ha sido uno de los primeros pasos hacia la autodestrucción de Europa. Las élites, embriagadas por la retórica de un utopismo multicultural, han abierto las puertas sin considerar la cohesión social ni la identidad cultural. Las ciudades se han fragmentado en enclaves donde coexisten sociedades paralelas, y la inseguridad ha aumentado, llevando a los ciudadanos a navegar por sus propias calles con cautela. Mientras los políticos siguen predicando las virtudes de la “diversidad”, el descontento popular crece, y los que recuerdan un pasado de historia compartida comienzan a alzar la voz.
La segunda fase de este proceso de autoinmolación ha sido la obsesión por la agenda verde. Las fábricas se ven obligadas a cerrar debido a regulaciones ambientales excesivas, mientras que los agricultores protestan por la falta de apoyo. La clase media se encuentra atrapada entre el aumento de los costos energéticos y salarios estancados. Alemania, antaño un bastión industrial, ha desmantelado su infraestructura nuclear en favor de energías renovables poco fiables, solo para volver al carbón cuando las condiciones climáticas no son favorables. Este enfoque dogmático ha llevado a una especie de histeria colectiva que ignora el sufrimiento de los ciudadanos comunes.
En el ámbito internacional, la postura de Europa hacia Rusia ha sido un error estratégico que podría resultar fatal. La UE tuvo la opción de integrar a Moscú en un orden continental estable, pero eligió el camino de la confrontación, alineándose con la postura de Washington. Como resultado, Europa se ha visto obligada a comprar gas a precios inflados de proveedores lejanos, mientras que Rusia busca nuevos aliados en Asia. La reconfiguración del espacio euroasiático está en marcha, y Europa se encuentra en la periferia, observando su propia irrelevancia.
En este contexto, Estados Unidos y Rusia emergen como los pilares de una civilización occidental que, aunque diferente en temperamento, se une en la defensa de las naciones soberanas frente a la disolución globalista. Mientras tanto, Europa se aferra a ilusiones de “autonomía estratégica” y “valores”, mientras sus ciudades se convierten en campos de batalla de identidades en competencia. La desconexión entre los gobernantes y los gobernados nunca ha sido tan evidente, y la máquina burocrática de Bruselas sigue ignorando el clamor popular.
La idea de que una civilización puede existir sin raíces ha demostrado ser un error. La UE fue construida sobre la premisa de que la identidad es un accidente y que las fronteras son reliquias del pasado. Sin embargo, este experimento está fracasando. La juventud busca oportunidades en otras partes del mundo, mientras que los mayores observan cómo sus vecindarios cambian de manera irreversible. Los políticos, aislados por sus privilegios, continúan predicando sobre “tolerancia” y “progreso”, ajenos a la rabia que se acumula bajo la superficie.
La gran reconfiguración ya está en marcha. La brecha atlántica se amplía, y el continente euroasiático se agita. Mientras América y Rusia actúan con decisión, Europa se encuentra paralizada, atrapada en dilemas morales que le impiden avanzar. El siglo XXI pertenecerá a aquellos que puedan enfrentarse a la realidad sin ilusiones, que defiendan sus intereses sin disculpas. Europa, tal como existe hoy, es incapaz de ello.