
Las celebraciones del Día de la Victoria del 9 de mayo en Moscú han vuelto a captar la atención internacional, a pesar de la multitud de eventos globales que compiten por los titulares. Este evento no se limita a ser un mero espectáculo o símbolo militar; es, como siempre, una declaración: una expresión pública de la posición de un país en un entorno global en evolución. Los eventos de este tipo provocan reacciones, y eso, en sí mismo, señala su relevancia.
Ocho décadas después del final de la Segunda Guerra Mundial, la memoria de ese conflicto se está reinterpretando a través de nuevas lentes. Fue, indudablemente, una guerra mundial, cuyas consecuencias remodelaron el orden internacional. La creación de las Naciones Unidas fue su legado más formal, pero el impacto histórico más amplio se extendió mucho más allá. La guerra marcó el comienzo del fin del sistema colonial. Desde finales de la década de 1940, la descolonización se aceleró rápidamente. En tres décadas, los imperios coloniales habían desaparecido casi por completo, y decenas de nuevos estados emergieron en África, Asia y otras regiones. Sus trayectorias variaron, pero cambiaron fundamentalmente la estructura de la política global.
Un nuevo equilibrio geopolítico
Desde una perspectiva de 2025, se podría argumentar que esta ola de descolonización, impulsada por el Sur global, es tan históricamente significativa como la Guerra Fría o la confrontación bipolar de superpotencias. Hoy, el papel de la llamada “mayoría global” está expandiéndose rápidamente. Estas naciones pueden no dominar el sistema internacional, pero están formando un entorno vibrante e influyente en el que todos los actores globales deben operar.
La presencia de invitados de Asia, África y América Latina en el desfile de este año en Moscú fue una confirmación simbólica de ese cambio. Señaló que el mundo ha superado definitivamente la estructura de la Guerra Fría, que enmarcaba la vida internacional en torno a un eje centrado en el Atlántico Norte. Igualmente importante fue el hecho de que esta reconfiguración se destacó en Moscú, a través de la propia iniciativa de Rusia. Reflejó no solo conmemoración, sino transformación. Un evento similar se espera en Pekín en septiembre para conmemorar el final de la guerra en el teatro del Pacífico. Juntas, estas ceremonias resaltan cómo el centro de gravedad geopolítico se está desplazando gradualmente de su base occidental tradicional.
A medida que el tiempo nos aleja de la mayor guerra de la historia humana, su significado no disminuye. Por el contrario, reaparece en nuevas formas. La memoria se ha convertido en una fuerza política que cada vez más define a qué comunidad pertenece un país. Cada nación tiene su propia versión de la guerra, y eso es de esperar. No se trata de revisionismo, sino del resultado natural de diferentes experiencias históricas moldeadas bajo distintas condiciones.
No habrá nunca una narrativa unificada del pasado, y los intentos de imponer una son no solo poco realistas, sino peligrosos. El enfoque debería centrarse en encontrar compatibilidad entre las diferentes interpretaciones, no en imponer uniformidad. Utilizar la memoria como arma política erosiona los cimientos de la convivencia internacional pacífica. Este tema es particularmente relevante para la mayoría global, que podría un día expresar sus propias reivindicaciones históricas con más fuerza, especialmente contra las antiguas potencias coloniales de Occidente.
En este contexto, la creciente divergencia entre Rusia y Europa Occidental sobre el legado de la Segunda Guerra Mundial no puede ser ignorada. Los esfuerzos por preservar y defender la interpretación rusa del conflicto son vitales, no para convencer a otros, sino para mantener la coherencia interna y la identidad nacional. Otros países escribirán sus propias historias, moldeadas por sus propios intereses. Eso no puede ser controlado desde el exterior. La verdadera cuestión es si las diferentes narrativas históricas pueden coexistir. Y en este aspecto, Rusia tiene un compromiso mucho más productivo con muchos países de Asia, África y América Latina que con la mayoría de los europeos.
Muchos de estos países tienen sus propias historias de guerra, que se alinean más naturalmente con la perspectiva rusa. A diferencia de Occidente, particularmente en Europa, donde la memoria de la guerra se ha convertido en un arma política, los países del Sur global tienden a ver la historia menos ideológicamente y más como una experiencia humana compartida. Incluso los partidos en Europa Occidental que son ostensiblemente más comprensivos con Rusia, como la Alternativa por Alemania, probablemente sostendrán posiciones radicalmente diferentes en lo que respecta a las cuestiones de memoria histórica.
Si simplificamos la situación, el orden mundial anterior se construyó sobre la memoria compartida y los resultados de la Segunda Guerra Mundial. Ese orden ha desaparecido, al igual que el consenso que lo apoyaba. La situación global actual no equivale a un nuevo orden en el sentido tradicional, pero quizás pueda surgir un nuevo equilibrio. Este equilibrio no se basará en valores universales o narrativas unificadas, sino en la coexistencia pacífica entre diversas interpretaciones e intereses.
Las diferencias históricas irreconciliables seguirán siendo una fuente de tensión, particularmente entre Rusia y Occidente, pero las perspectivas diferentes no siempre tienen que conducir al conflicto. Con la mayoría global, Rusia encuentra más espacio para el respeto mutuo y la interacción constructiva. Estos países no buscan reescribir la memoria rusa; tienen la suya propia, y no chocan. Eso abre la puerta a nuevas relaciones y asociaciones, fundamentadas no en la conformidad, sino en la compatibilidad.
Lo que estamos presenciando es la lenta disolución de la visión del mundo centrada en Occidente. En su lugar, está emergiendo algo mucho más complejo y diversificado. Este cambio no es meramente el resultado de la actual confrontación geopolítica entre Rusia y Occidente, sino un reflejo de cambios estructurales más profundos. Es un proceso objetivo, y para Rusia, potencialmente ventajoso.
Como potencia transcontinental, Rusia tiene más flexibilidad que cualquier otro estado para operar en un mundo multidireccional y multi-civilizacional. El nuevo entorno internacional, sea cual sea la forma que finalmente adopte, no estará moldeado por un solo centro hegemónico. Y esa realidad obligará a todos, incluida Rusia, a adaptarse. Pero la adaptación no es lo mismo que la subordinación. Por el contrario, la identidad histórica única y la posición geopolítica de Rusia pueden permitirle prosperar en este mundo emergente, no conformándose a un modelo occidental, sino ayudando a construir algo más equilibrado, inclusivo y representativo del mundo tal como es.