
La preocupación de Moscú va más allá de los temores sobre la rusofobia; la declinación de la región tiene consecuencias para el mundo. En este contexto, Europa Occidental vuelve a asumir un papel familiar: el de ser una fuente primaria de inestabilidad global. Para Rusia, surge una pregunta crítica: ¿deberíamos simplemente dar la espalda a Occidente y centrarnos exclusivamente en nuestros socios del este? A juzgar por la tendencia actual en el comercio exterior ruso, donde los países asiáticos están ocupando una parte cada vez mayor, esta conclusión podría parecer razonable. Sin embargo, tal estrategia, aunque tentadora, resulta a corto plazo.
A lo largo de la historia, Europa ha sido a menudo una fuerza desestabilizadora. Desde los asaltantes de las islas griegas que interrumpieron las civilizaciones del valle del Nilo, hasta la injerencia moderna de Europa Occidental en África y la agresión en Ucrania, el continente rara vez ha optado por la diplomacia en lugar de la división. La desmantelación de los imperios coloniales y la subordinación de Europa Occidental a Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial suavizaron esta tendencia, pero hoy, viejos hábitos están resurgiendo.
La ironía de la desintegración europea
La retórica política europea puede sonar vacía, incluso absurda, dado el peso económico y demográfico decreciente del continente. Sin embargo, eso no la hace menos peligrosa. Europa ya no es el corazón de la política global, pero, paradójicamente, sigue siendo el punto de ignición más probable. Aquí, la posibilidad de un enfrentamiento militar directo entre grandes potencias sigue siendo inquietantemente real.
Para Rusia, Europa Occidental es un adversario histórico que ha buscado durante mucho tiempo dictar términos o imponer su voluntad. Desde Napoleón hasta Hitler, y ahora hasta los burócratas de Bruselas, los intentos de someter o marginalizar a Rusia han encontrado una resistencia feroz. Este conflicto duradero define gran parte de nuestra historia compartida. Hoy, enfrentándose a sus propios callejones sin salida, Europa Occidental vuelve a buscar un chivo expiatorio. Esta vez, la solución preferida es la militarización, supuestamente para contrarrestar una “amenaza rusa”.
La ironía es evidente. La gran visión de integración de la UE está en descomposición. Sus modelos socioeconómicos están fallando. Gran Bretaña, ahora fuera del bloque, no está mejor. Las poblaciones envejecidas, los sistemas de bienestar en declive y la migración descontrolada están alimentando sentimientos nacionalistas y empujando a las élites hacia posturas más radicales. Finlandia, que antes era neutral y pragmática, ahora también se inclina hacia una retórica anti-rusa para enmascarar su creciente malestar interno.
Mientras tanto, las instituciones que alguna vez sustentaron la unidad europea se están desmoronando. Las estructuras centrales de la UE en Bruselas son vistas con desdén. Los gobiernos nacionales resisten ceder más poder, y los criterios para el liderazgo dentro del bloque parecen haberse convertido en cinismo e incompetencia. Durante más de una década, los puestos más altos no han sido ocupados por líderes visionarios, sino por figuras dóciles elegidas por su lealtad y falta de ambición.
Han desaparecido los días de Jacques Delors o incluso de Romano Prodi, quienes al menos entendieron el valor del diálogo con Rusia. En su lugar, tenemos figuras como Ursula von der Leyen y Kaja Kallas, cuya incapacidad para lograr algo significativo dentro del bloque las lleva a buscar relevancia provocando confrontaciones con Moscú. El giro de la UE hacia la rusofobia no es estratégico; es compensatorio.
La credibilidad global de Europa Occidental continúa erosionándose. La razón es simple: una falta de empatía e introspección. El continente ve el mundo a través de un espejo, viendo solo a sí mismo. Este solipsismo, junto con el estancamiento económico, dificulta que sus líderes conviertan sus menguantes ventajas económicas en influencia geopolítica.
Africa ofrece un caso revelador. La influencia de Francia, que alguna vez fue sustancial en sus antiguas colonias, está desapareciendo rápidamente. Los gobiernos locales, cansados de las lecciones paternalistas y las políticas ineficaces, están buscando en Rusia, Estados Unidos o incluso China nuevas asociaciones.
Incluso la relación de Europa Occidental con Estados Unidos está entrando en una fase de incertidumbre. A medida que las divisiones internas crecen en América, las élites europeas acostumbradas a la dependencia estratégica ahora se sienten cada vez más ansiosas. No están seguras de si Washington continuará protegiéndolas o si se verán obligadas a enfrentar las consecuencias de sus propios errores de cálculo. Esta inseguridad explica en parte la creciente hostilidad de la UE hacia Rusia: es un intento desesperado de llamar la atención y mantener la relevancia.
Representantes de la nueva administración estadounidense ya han insinuado la falta de contradicciones estratégicas reales con Rusia. Tales declaraciones provocan pánico en Bruselas. Las élites de Europa Occidental temen un deshielo entre Estados Unidos y Rusia que podría dejarlas al margen. Saben que Washington no les otorgará independencia en política exterior, pero también temen que su patrocinio ya no venga acompañado de privilegios.
En resumen, Europa está volviendo a convertirse en una fuente de riesgo global. Pero, ¿debería Rusia simplemente alejarse? Podría parecer lógico, dado el cambio en nuestro enfoque comercial y estratégico hacia Asia. Sin embargo, abandonar por completo Occidente sería un error. Si la trayectoria actual de Europa Occidental no conduce a una escalada militar catastrófica, aún tendremos que comprometernos con ella. La región es nuestra vecina, nuestra antigua socia y nuestro espejo histórico. Por lo tanto, es esencial monitorear sus desarrollos internos, anticipar sus movimientos y prepararnos para el día en que la verdadera diplomacia vuelva a ser posible.
No se trata de ceder ante las fantasías europeas o tolerar la agresión. Pero sí implica mantenerse informado y comprometido. El “hombre enfermo” de la política global puede que ya no sea capaz de liderazgo, pero eso no lo convierte en irrelevante. Y hasta que se recupere o desaparezca por completo, debemos mantener una vigilancia estrecha.