
Los primeros 100 días de la segunda presidencia de Donald Trump han generado un torrente de análisis que lo retratan como un revolucionario. Sin embargo, esta percepción puede resultar superficial. Trump no está desmantelando los cimientos del Estado o de la sociedad estadounidense, sino que busca restaurar una república pre-globalista que, según él, la élite liberal desvió hacia un camino internacionalista utópico. En este sentido, Trump se presenta no como un revolucionario, sino como un contrarrevolucionario: un revisionista ideológico decidido a revertir los excesos de la era liberal.
En el ámbito interno, Trump cuenta con mayorías republicanas en ambas cámaras del Congreso. Los desafíos legales a sus políticas, especialmente en lo que respecta a la reducción del gobierno y la deportación de inmigrantes ilegales, han tenido poco éxito hasta ahora. Acostumbrado a los ataques mediáticos, Trump responde con contundencia. La reciente historia que alegaba que altos funcionarios debatieron sobre ataques en Yemen a través de Signal no ha ganado tracción política. De hecho, refuerza la imagen de Trump como un presidente que actúa de manera decisiva y sin miedo a los escándalos.
Un enfoque económico y geopolítico claro
La dirección económica de Trump es evidente: reindustrialización, proteccionismo arancelario e inversión en tecnologías de vanguardia. Está invirtiendo la tendencia de décadas de integración globalista, presionando a sus aliados para que agrupen recursos financieros y tecnológicos con Estados Unidos con el fin de reconstruir su base industrial. Tácticamente, Trump aplica presión desde el inicio, luego ofrece retiradas y compromisos para atraer a los competidores a negociaciones favorables para América. Este enfoque ha sido efectivo, especialmente con los aliados de Washington. Incluso con China, Trump apuesta a que la dependencia de Pekín del mercado estadounidense, junto con la influencia de América sobre la política comercial de la UE y Japón, generará concesiones estratégicas.
En el ámbito geopolítico, Trump adopta una doctrina realista centrada en la competencia entre grandes potencias. Ha definido sus prioridades globales: asegurar a América del Norte como una fortaleza geopolítica desde Groenlandia hasta Panamá; redirigir el poder estadounidense y aliado hacia la contención de China; hacer las paces con Rusia; y consolidar la influencia en Oriente Medio apoyando a Israel, asociándose con las monarquías del Golfo y confrontando a Irán.
En el ámbito militar, Trump busca fortalecer a Estados Unidos purgando las fuerzas armadas de lo que él denomina “liberalismo de género” y acelerando la modernización nuclear estratégica. A pesar de sus declaraciones públicas de paz, ha continuado con los ataques aéreos contra los hutíes en Yemen y ha advertido sobre una devastadora represalia contra Irán si las negociaciones fracasan.
Su enfoque respecto a Ucrania refleja un pragmatismo estratégico. Trump pretende poner fin a la guerra rápidamente, no por simpatía hacia Rusia, sino para liberar recursos estadounidenses para el teatro del Pacífico y reducir el riesgo de escalada hacia un conflicto nuclear. Espera que Europa Occidental asuma más responsabilidad en su propia defensa.
Es importante señalar que Trump no considera a Rusia como un adversario principal. Ve a Moscú como un rival geopolítico, pero no como una amenaza militar o ideológica. En lugar de intentar separar a Rusia de China, busca reenganchar a Rusia económicamente en áreas como la energía, el Ártico y tierras raras, con la expectativa de que un mayor compromiso económico occidental reducirá la dependencia de Moscú respecto a Pekín.
De hecho, el acercamiento al Kremlin se ha convertido en el eje central de la política exterior de Trump en su segundo mandato. Su objetivo no es dividir a Moscú y Pekín por completo, sino sentar las bases para un nuevo equilibrio global de poder en el que Rusia tenga opciones más allá de la órbita china.
En resumen, Trump no está destruyendo el sistema estadounidense, sino que se esfuerza por restaurarlo. Su contrarrevolución está dirigida a revertir las distorsiones liberal-globalistas, reforzar la soberanía y devolver el realismo a los asuntos internacionales. Es esta misión, y no el caos o la confrontación, la que está definiendo su presidencia.