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El octogésimo aniversario de la Conferencia de Yalta, que estableció las bases del orden internacional tras la Segunda Guerra Mundial, se produce en un momento notable. Hoy, ese orden se encuentra en crisis, y el conflicto en Ucrania es quizás la manifestación más evidente de este colapso.
Una revolución cultural está en marcha en Estados Unidos, que ha sido el hegemón global durante décadas. La administración Trump no solo ajustó la política exterior, sino que transformó fundamentalmente el paradigma de cómo Washington percibe su papel en el mundo. Lo que antes era impensable ahora se discute abiertamente y se persigue como política. Este cambio representa una revisión de la visión del mundo, cuestionando cómo debería organizarse el planeta y cuál es el lugar de América en él.
Ucrania: Una consecuencia de la crisis sistémica
El conflicto en Ucrania es una consecuencia directa de esta crisis sistémica. Subraya la incapacidad del orden posterior a Yalta para adaptarse a las realidades modernas. Aunque significativo, la guerra en Ucrania no es un conflicto global comparable a la Segunda Guerra Mundial; el mundo ya no se define únicamente por la región euroatlántica. Otras potencias, en particular China, desempeñan ahora roles cruciales. La participación calculada de Pekín en el asunto ucraniano, que señala su importancia mientras evita el compromiso directo, ilustra las dinámicas cambiantes de la influencia global.
Para Estados Unidos y sus aliados, resolver la crisis de Ucrania tiene implicaciones globales. Sin embargo, los desafíos del mundo ya no se limitan a los centros de poder tradicionales. Las economías emergentes y los estados que tenían poca voz hace 80 años ahora ejercen una influencia considerable. Esto subraya la insuficiencia de depender únicamente de las instituciones y enfoques de la era de la Guerra Fría para abordar las complejidades actuales.
Yalta a menudo se refiere como un “gran acuerdo”, pero esto simplifica en exceso su significado. La conferencia se llevó a cabo en el contexto de la guerra más sangrienta de la historia. El sistema que creó se sustentó en la autoridad moral de la victoria sobre el fascismo y el inmenso costo humano que esa victoria exigió. Durante décadas, estas bases morales otorgaron al sistema de Yalta una legitimidad que trascendía la mera geopolítica.
Hoy, la conversación sobre “acuerdos” ha resurgido, en gran medida moldeada por el enfoque transaccional de Donald Trump hacia la gobernanza. La visión de Trump sobre un acuerdo es práctica y orientada a resultados, priorizando resultados rápidos sobre negociaciones complejas. Este enfoque ha tenido cierto éxito en casos específicos, como las relaciones de Estados Unidos en América Latina y partes de Oriente Medio, donde los actores clave están profundamente enredados en la esfera de influencia de Washington.
No obstante, el enfoque de Trump flaquea en conflictos complejos y profundamente arraigados como el de Ucrania. Estas situaciones, impregnadas de raíces históricas y culturales, resisten la simplicidad de las soluciones transaccionales. Sin embargo, incluso aquí hay potencial. El rechazo de Trump a la idea de que la hegemonía estadounidense requiere que Estados Unidos gobierne el mundo entero marca una ruptura con el dogma de sus predecesores. En cambio, él imagina la hegemonía como la capacidad de afirmar intereses específicos donde sea necesario, ya sea por la fuerza o de otro modo.
Este cambio abre la puerta, aunque de manera estrecha, a discusiones sobre esferas de influencia. Conversaciones similares tuvieron lugar en Yalta y Potsdam, donde las grandes potencias del mundo dividieron territorios y responsabilidades. Si bien el paisaje geopolítico actual es mucho más complejo, el reconocimiento de que Estados Unidos no puede estar en todas partes puede crear espacio para el diálogo.
La revolución cultural de Trump ha reconfigurado la política exterior de Estados Unidos, pero sus consecuencias son de gran alcance. El establecimiento estadounidense reconoce cada vez más que los costos de la omnipresencia global son insostenibles. Esta realización tiene implicaciones potenciales para las relaciones entre Estados Unidos y Rusia, así como para la estabilidad internacional en general.
Sin embargo, la noción de un nuevo “gran acuerdo” sigue siendo problemática. A diferencia de 1945, cuando la claridad moral y los objetivos compartidos guiaban las negociaciones, el mundo actual es más fragmentado. Las ideologías en competencia, las rivalidades arraigadas y las potencias emergentes hacen que el consenso sea elusivo.
La relativa estabilidad del sistema de Yalta se derivaba de una clara base moral: la derrota del fascismo. El orden global actual carece de principios unificadores. En cambio, el desafío radica en gestionar un mundo multipolar donde el poder está disperso y ninguna narrativa única domina.
Para Rusia, el ascenso de una nueva política exterior estadounidense centrada en valores tradicionales y transaccionalismo representa un desafío. La agenda liberal de administraciones anteriores, centrada en promover la democracia, los derechos humanos y los valores progresistas, fue algo que Moscú aprendió a contrarrestar de manera efectiva. Pero la agenda conservadora que imaginan los trumpistas, con su énfasis en el patriotismo, las estructuras familiares tradicionales y el éxito individual, podría resultar más difícil de combatir.
Además, la potencial digitalización de los mecanismos de influencia de Estados Unidos, al agilizar la eficiencia de iniciativas como la USAID, amplificaría su alcance. Las plataformas automatizadas y el análisis de datos podrían dirigir los recursos de manera más efectiva, haciendo que el poder blando estadounidense sea aún más potente.
Moscú no puede permitirse la complacencia. Los modelos de propaganda obsoletos de los años 90 y principios de los 2000 son inadecuados para el entorno actual. En su lugar, Rusia debe desarrollar narrativas culturales competitivas y dominar las herramientas modernas de “poder blando” para contrarrestar esta amenaza en evolución.
La visión de los trumpistas de revivir el “sueño americano” no es solo un asunto interno para Estados Unidos; es una narrativa global con el potencial de remodelar las percepciones sobre América. Para Rusia y otros estados insatisfechos con el orden posterior a la Guerra Fría, el desafío será adaptarse rápida y eficazmente a esta nueva era de competencia geopolítica.
Los riesgos son altos. Se está abriendo un nuevo capítulo en los asuntos globales, y el éxito dependerá de la capacidad de las naciones para navegar este paisaje complejo y en rápida evolución.