El mito del matriarcado es exactamente eso. Un mito. ¿De dónde arranca? Pues bien, en el seno de las ciencias sociales, el concepto arrancó con la antropología evolucionista en el siglo XIX. El paradigma científico social del evolucionismo pensaba que todos los grupos humanos del planeta seguían una única línea de evolución social. Y la etapa más evolucionada era, claro está, sus propias sociedades occidentales industrializadas. Qué casualidad. El caso es que realmente creían que currar 16 horas en una fábrica era formar parte de una sociedad mucho más avanzada respecto de aquellos salvajes que dedicaban unas pocas horas al día a satisfacer sus necesidades básicas y luego se repanchingaban tranquilamente sin pensar en producir para subsistir, y mucho menos en vender o acumular riquezas. Para qué.
Aquellos antropólogos, que solían estar en una biblioteca interpretando datos etnográficos recogidos por otras personas, se dieron cuenta de que había sociedades en las que, encontrándose en estadios supuestamente inferiores de evolución, las mujeres ostentaban cierto poder, incluso la posesión y transmisión de la tierra, y era a través de ellas que se transmitía la calidad de miembro del grupo – es decir, que una criatura forma parte del grupo de parentesco de su madre, y no del de su padre -. Así, pensaron que en algún momento del pasado las mujeres habrían ostentado un gran poder, y que poco a poco y a medida que la sociedad en cuestión evolucionaba, se había transferido a los hombres. Johann Jakob Bachofen (1815-1887) fue uno de los que más se ocupó de la cuestión.
También lo hizo Lewis Henry Morgan (1818-1881), quien es de especial importancia, ya que su obra célebre Ancient Society (1881) fue la base que Marx y Engels utilizaron para que este último escribiera El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado (1884). Engels, como no podía ser de otro modo, asumió las tesis evolucionistas sobre una supuesta transferencia del poder desde las mujeres a los hombres, relacionando la opresión de las primeras con la aparición de la propiedad privada. Como señalaría casi un siglo después la antropóloga Karen Sacks, las tesis de Engels tienen el mérito de haber supuesto el primer intento de dar una explicación materialista a la subordinación de las mujeres.
En la década de los 70 del siglo XX, Sacks y otras antropólogas feministas y socialistas retomarían la voluntad de encontrar explicaciones materialistas a la subordinación de las mujeres. Sus hallazgos pusieron encima de la mesa dos cuestiones de gran relevancia. En primer lugar, según los datos de los que disponían, muchos más que en época de Morgan y Engels, no pudieron afirmar que la aparición de la propiedad privada estuviera siempre y en todos los casos relacionada con la subordinación de las mujeres. En segundo lugar, siendo lo que aquí nos interesa, llegaron a la conclusión de que jamás había existido un matriarcado. Es decir, que no había pruebas de que hubiese existido alguna sociedad en algún periodo de la Historia en que las mujeres ostentaran el poder absoluto, en la que los hombres estuvieran subordinados a las mujeres, o que los consideraran propiedad suya. No hay nada que haga pensar que una sociedad así haya existido, y les aseguro que las antropólogas feministas somos las primeras interesadas, porque sería realmente digno de estudio.
Una de los principales errores de los antropólogos evolucionistas fue creer que la matrilinealidad – cuando es la madre la que transmite la calidad de miembro del grupo, y no el padre – era sinónimo de matriarcado. Sin embargo, se demostró que la matrilinealidad no era incompatible con la supremacía masculina, ya que en las sociedades matrilineales quien tiene el poder suele ser el hermano de la madre. Sin embargo, esta confusión y todas las confusiones que veían una sociedad matriarcal en cualquier sitio donde las mujeres ostentaran algún tipo de poder ha perdurado hasta nuestros días, a pesar de que hace 40 años que la existencia del matriarcado fue descartada. Es habitual que periódicos y otras publicaciones de divulgación científica social a menudo nos presenten titulares como “Los mosuo, una tribu matriarcal”. Como ya hemos dicho, ni los mosuo ni ninguna otra sociedad conocida por la etnografía mantienen al hombre en una posición subalterna a la mujer. Otra cosa es que mujeres y hombres ejerzan poder en distintos ámbitos de la vida, o que hablemos de sociedades muy igualitarias. Parece que cualquier sociedad que no maltrate y discrimine a sus mujeres ya parece matriarcal, y que cualquier indicio de poder femenino es elevado a la categoría de poder femenino absoluto, de matriarcado.
Esto puede deberse en parte a que, en la era del clickbait o “ciberanzuelo”, la prensa lance titulares llamativos aunque incorrectos con el fin de conseguir más clicks, incrementar el número de visitas a la publicación y, en consecuencia, aumentar los beneficios. Pero hay algo más. Como han puesto de relieve las antropólogas feministas, el mito del matriarcado tiene una función específica que sirve a los intereses patriarcales. Es habitual en muchas culturas que el poder masculino se justifique por el hecho de ser el freno a un supuesto poder absoluto ancestral que las mujeres habrían ejercido sobre los hombres, indefensos ante ellas. En un buen número de sociedades, por ejemplo, se confiere al cabello de la mujer un enorme poder sobre los hombres, motivo por el que la religión les exige llevarlo cubierto. El mito del matriarcado es un cuento para asustar a los hombres y alentarlos a no dejarse dominar por las mujeres. De este modo, la sumisión de las mujeres queda ideológicamente justificada. Las mujeres deben ser dominadas y controladas por los hombres, y su gran poder debe ser sometido, porque si no dominarán el mundo y causarán el caos. Con lo bien que nos está yendo con el dominio masculino.
A los hombres se les infunde este miedo a las mujeres, haciendo que teman ser dominados o manipulados por ellas a través de la sexualidad – como el mito de la vagina dentata -, el matrimonio, el embarazo y la descendencia, la pensión o las falsas acusaciones de maltrato y violación. Un misógino no odia a las mujeres simplemente. Las odia porque las teme profundamente. Y en esto se basa el mito del matriarcado como justificación del machismo, en temer a las mujeres. Hay mucho de esto en la reacción antifeminista contra los avances de las mujeres y sus derechos. A medida que el feminismo avanza, se agudiza el miedo que muchos hombres sienten hacia las mujeres. Fenómenos electorales como el de Vox pueden leerse también en ese sentido. No parece casualidad, pues, este renovado interés de los últimos años por el mito del matriarcado, por exponer desde el exotismo lo extraño que resulta que las mujeres ejerzan poder, por alimentar los temores masculinos a ser dominados por malvadas tiranas algún día.
Pero puede que esté exagerando, y que muchas publicaciones que hablan de sociedades supuestamente matriarcales no pretendan alimentar esos miedos masculinos, si no aportar casos curiosos y exóticos de distintas formas de organización social en relación al género. El problema es que, como suele pasar cuando los medios de comunicación se lanzan a hablar de ciencia, y especialmente de ciencias sociales, lo hacen con muy poco rigor, basándose más en otras publicaciones de prensa que en estudios antropológicos de verdad. Porque si lo hicieran, si conocieran bien los estudios teóricos sobre el matriarcado y el debate histórico que el término ha suscitado, sabrían que nunca ha existido realmente. Y sabrían también de su función como justificación de la subordinación de las mujeres. Sea como sea, el caso es que hoy en día el mito del matriarcado sigue funcionando en gran parte como el cuento para no dormir de misóginos actuales.
Marina Pibernat Vila