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Feminismo y transactivismo: menores, identidades innatas y cerebros sexuados

In Opinión, Portada
junio 24, 2020

Tenemos un grave problema en las escuelas y no me refiero al coronavirus. Hace tiempo ya hablamos aquí de las diferencias incompatibles entre feminismo y transactivismo. A saber, el segundo se basa en, y defiende a ultranza, la supuesta existencia de una identidad masculina o femenina innata e incuestionable, al margen del sexo con el que se haya nacido o de cualquier influencia social. El feminismo, por el contrario, rechaza la existencia de cualquier tipo de identidad innata, ya se piense que ésta emana del cuerpo sexuado, o bien del lugar misterioso y metafísico al que refiere siempre el transactivismo pero que no puede explicar, y cuando lo intenta es mucho peor. Pero vayamos por partes.

En toda esta cuestión, “identidad” es el término clave para seguir entendiendo lo que está ocurriendo. Especialmente en Antropología, la identidad ha hecho correr ríos y ríos de tinta. Pero sea lo que sea lo que digamos sobre ella hay que tener clara una cosa. Todo lo relacionado con la identidad pertenece al reino de lo social, de las relaciones sociales con las otras personas. Y jamás de los jamases la identidad es algo que se pueda inscribir en el ámbito de lo natural o lo innato, ni siquiera de lo individual. La identidad, cualquier identidad, precisa de la idea del Otro, porque se construye siempre en oposición a ese Otro. Lo que llamamos feminidad, por ejemplo, se construye en oposición a la masculinidad, y una identidad nacional se construye en oposición a otra.

Para entendernos, si fuera posible – que no lo es – crecer en total soledad en una isla desierta desde el momento en que nacemos, yo, por ejemplo, no me identificaría como mujer, ni sabría que eso existe, a pesar de haber nacido con vagina, cosa en la que ni me pararía a pensar. Y por supuesto tampoco podría identificarme como catalana o española, ni como blanca. Ni siquiera como Marina, claro, porque ese es el nombre que me puso mi madre para que el resto de personas pudieran dirigirse a mí. Nada de eso habría salido de mí de forma natural e innata, porque simplemente son cosas que sólo existen y cobran sentido en la convivencia con el resto de personas. Así pues, sin el Otro, al margen de las relaciones sociales, no existe identidad posible. Me identifico como Marina porque es el nombre por el que me conocen otras personas. Soy catalana, española o de mi pueblo porque es el nombre que la sociedad ha dado de esos lugares en los que vivo simultáneamente. Y tengo conciencia de que soy una mujer porque existe otro sexo que es el masculino, lo que además va acompañado de toda una serie de requisitos sociales que se me imponen por haber nacido siendo del sexo femenino.

Extracto del Protocolo de Identidade de Xénero de la Xunta de Galicia, Consellería de Educación, Universidade e Formación Profesional, 2016, pág. 6.

Las identidades, por lo tanto, son cambiantes como lo son todas las sociedades humanas y nuestra posición en ellas. Cambian con el tiempo, la edad, la política, se solapan entre ellas, se recombinan, se reformulan constantemente según el contexto en el que nos encontremos. Puedo identificarme a la vez como hija, como sobrina, discípula y profesora, catalana, española o europea. Dependerá del contexto. Y si la identidad le ha dado tanto que hablar a la Antropología es porque es algo sumamente complejo, con muchas capas y manifestaciones. Pero que las identidades pertenezcan al reino de lo social y que sean cambiantes no significa que no sean importantes, de hecho los seres humanos no podemos convivir sin identificarnos con un grupo de personas de nuestro entorno social. Y tampoco significa que sean menos respetables.

Sin embargo, cuando veo a alguien hablar de su identidad como algo personal, individual o innato, consustancial a la naturaleza de su ser y al margen de lo social, lo primero que hago es partirme de risa. Porque la identidad no tiene nada que ver con todo eso. Si alguien les viene con el cuento de una identidad esencial, misteriosa, como otorgada por Dios o las energías místicas, o esa persona les está engañando o bien se está engañando a sí misma. Y se trata de un autoengaño muy habitual, porque dar carta de naturaleza a una identidad hace que la sintamos más verdadera y más incuestionable, especialmente si no tenemos muchos elementos para defenderla. ¿Qué pasa, entonces, con las personas que nacen con el sexo masculino pero se identifican como mujeres, o viceversa?

Es difícil, de momento, dar una explicación a por qué esto ocurre. Pero en cualquier caso, lo que no podemos aceptar desde un punto de vista racional y científico es que esta persona se identifica como mujer u hombre en un cuerpo del sexo opuesto porque es una mujer u hombre de forma innata e incuestionable. Otra cosa será si creemos en almas sexuadas que Dios ha puesto en el cuerpo equivocado, en cuyo caso ya nos vamos al terreno de la fe, y una es científica social, no teóloga religiosa practicante. Como hemos dicho, la identidad pertenece al reino de lo social, no al de la biología o de lo espiritual. Eso a veces complica su defensa, y es fácil acabar tirando de falacias tautológicas que despachen el asunto de un portazo, como “una mujer trans es una mujer”. Entre personas adultas que deciden modificar su cuerpo eso puede incluso servir, al fin y al cabo son mayores de edad y se trata de su cuerpo, aunque no sean racionales los argumentos que esgrimen.

Ahora bien, la cosa se complica cuando hablamos de menores, una etapa de la vida en la que el transactivismo tiene puesto el ojo, al ser el momento en el que se desarrollan las características fisiológicos sexuales que, en el caso de alguien transexual, no encajan con esa supuesta identidad innata que les dice que su sexo debería ser otro. Y claro, al tratarse de menores de edad, ya sí que es conveniente agarrarse a algo en apariencia más sólido que justifique por qué plantearse que un niño o niña ha nacido con un cuerpo que quizás no le corresponda. Y es ahí cuando la cosa se pone todavía peor, y muy peligrosa. El ejemplo más sonado lo encontraron el otro día unos compañeros revisando el Protocolo de Identidad de Género, editado en 2016, que puede encontrarse en la web de la Consejería de Educación, Universidad y Formación Profesional de la Xunta de Galicia.

Como pueden ver en el extracto de la imagen, dicho protocolo dice que la condición transexual es algo con lo que se nace, porque el sexo “sentido” o “psicológico” es el que determina la identidad, al margen de la fisiología. Se trataría, pues, de un “fenómeno biológico innato” porque – agárrense – “el cerebro es un órgano sexuado”, así que “la identidad de género reside en el cerebro”. Era fácil prever que en cuanto fuera necesario situar esa identidad innata en el algún sitio concreto ese no serían los genitales o las hormonas en el caso de las personas transexuales, porque los suyos son los del sexo contrario. Así que se ha recorrido a una vieja conocida explicación pseudocientífica y machista de los roles y estereotipos de género: los cerebros sexuados.

El término “neurosexismo” es muy rimbombante, pero designa algo bien conocido por todo el mundo y que ha vendido verdaderos best sellers pseudocientíficos. A saber, que los cerebros de mujeres y hombres son necesariamente distintos, que la feminidad y la masculinidad son innatas, y que además residen en el cerebro desde que nacemos. Ese tipo de ideas pseudocientíficas sirvieron para que pensáramos que los clásicos tópicos sexistas, como que a las mujeres les cuesta más entender un mapa o que los hombres son menos empáticos, son cuestiones naturales e inalterables determinadas por sus diferentes cerebros sexuados. Es decir, sirvieron para dar carta de naturaleza a la desigualdad entre hombres y mujeres. La novedad es que ahora también sirven de base a protocolos de actuación educativa en cuanto a la transexualidad. Como dice el de la Xunta en otra parte, si alguien del personal docente ve en un niño o niña “comportamientos repetidos y prolongados en el tiempo que revelen una expresión de género o identidad sexual que pudiese no coincidir con el sexo asignado al nacer” debe informar al centro, el cual concertará una reunión con sus tutores legales para abordar la situación.

De esto se deriva que si, por ejemplo, a una niña le gusta jugar con coches, al fútbol y no lleva lacitos en el pelo, igual se acaba viendo en una reunión con varios adultos dispuestos a ayudarla no porque su comportamiento sea inadecuado – como se habría pensado antes -, sino porque puede que lo inadecuado sea su cuerpo. Quizás podrían preguntarle si se siente cómoda con su cuerpo porque han visto en ella comportamientos que no coinciden, comportamientos “de niño”. Y esa niña podría llegar a creerse que así es. Esas ideas sexistas y pseudocientíficas ponen en peligro a la integridad física y mental de menores a manos de personas adultas que ignoran el machismo y la gravedad de las ideas que sostienen, y que están redactando protocolos de actuación en educación. Desde las ciencias sociales y el feminismo no podemos callar ante la peligrosa propagación de ideas extremadamente reaccionarias y dañinas disfrazadas de respeto a la diversidad. Los comportamientos y los juegos de niñas y niños no pueden permanecer bajo la mirada de quienes están esperando ver identidades de género innatas que no concuerden con el sexo, porque esas identidades innatas no existen, ni en cerebro ni en ninguna otra parte.

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Marina Pibernat Vila, nacida en Girona en 1986. Estudió historia y antropología sociocultural. Feminista y comunista. Actualmente es miembro de la Comisión del Centenario de la Revolución Socialista de Octubre.

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