Como sabrán, Gutenberg inventó la imprenta de tipos móviles a mediados del siglo XV, inspirado por otros inventos muy anteriores realizados en China. Pero fue con el desarrollo de la industria que surgió la posibilidad de imprimir panfletos, relatos o periódicos en cantidades ingentes. Se abrió así un nuevo mercado de la palabra ya no escrita, sino impresa. Imagínense los beneficios que esto podía dar. Salvo por un pequeño problema. Por aquel entonces, la inmensa mayoría de la población era analfabeta. El científico social David Buckingham cuenta en una de sus obras que ésta fue la verdadera motivación que condujo a la escolarización y alfabetización masiva de la población, concretamente de la infantil y juvenil. Si la gente no sabía leer, no había mercado y, por lo tanto, tampoco beneficios.
Claro está, dice Buckingham, que esta explicación materialista estaba oculta tras los pretextos ilustrados de acceso general a la lectoescritura y al conocimiento como requisito para la igualdad y para una sociedad mejor. No me malinterpreten. Simpatizo plenamente con aquel ideal ilustrado, y a esas alturas no podemos sino defender el acceso a la educación como medida indispensable para el desarrollo social y personal. Pero una cosa no quita la otra. Y si menciono todo esto es porque me parece una buena forma de empezar a reflexionar sobre la naturaleza de la existencia de un sistema educativo y del uso que se le da a éste, con el objetivo de valorarlo en su justa medida.
Muchísimas veces, y a propósito de prácticamente cualquier cosa, se nos presenta la educación como la solución a todos los problemas. Reciclar y salvar el planeta, cuestión de educación. La igualdad entre mujeres y hombres, cuestión de educación. Combatir el racismo, cuestión de educación. No tomar drogas, cuestión de educación. Tener hábitos saludables, cuestión de educación. La seguridad vial, cuestión de educación. Una participación segura en la esfera digital, cuestión de educación. Un montón de debates sociales se cierran apelando a la imperiosa necesidad de educar al alumnado, y de hecho se hace. Pero los problemas no parecen solucionarse. Recientemente, en el programa de TVE ¿Quién educa a quién? una profesora decía que nunca se ha hablado tanto de igualdad en las escuelas como ahora y que, sin embargo, el machismo entre adolescentes no ha disminuido. De hecho, puede que esté aumentando. Está claro, pues, que algo falla. Y la solución propuesta en aquel plató era, cómo no, una cuestión de más educación.
La visión de la educación como la única o principal herramienta de transformación social guarda relación con la vieja idea de que el motor de la Historia es el suceder de las generaciones, a pesar de que hace mucho que Marx señaló que el motor de la Historia no es otro que la lucha de clases. La Historia va cambiando al mismo tiempo que las generaciones van pasando, y es muy grande la tentación de establecer una relación de causalidad directa entre ambas cosas. Es fácil pensar que las personas nacen, crecen y que al integrarse en la sociedad como individuos adultos adquieren la capacidad de transformarla. O sea que para mejorar el mundo sólo haría falta servirse del sistema educativo para enseñar a las generaciones más jóvenes cómo hacerlo. Fin del problema.
Pero lo cierto es que la cosa no funciona así. El sistema educativo sirve básicamente para formar la mano de obra que el sistema socio-productivo imperante demanda. Igual que la alfabetización masiva tuvo mucho que ver con la capacidad industrial de imprimir textos, en los años 90 del siglo pasado se nos enseñaba mecanografía, procesador de textos e informática. Y antes, la enseñanza del francés como lengua extranjera fue sustituida por la del inglés, cuando el mundo anglosajón, y EEUU en particular, ya gobernaban el planeta. Actualmente, en los institutos se imparten cursos de emprendimiento, liderazgo y desarrollo de aplicaciones informáticas. Estos son sólo algunos ejemplo de cómo los cambios sociales, políticos y tecnológicos a nivel global moldean los sistemas educativos según les convenga. Es decir, ya no es que la educación no cambie el mundo, sino que es exactamente al revés, es el mundo el que cambia la educación, para bien y para mal.
Por ejemplo, no hemos conseguido una mayor igualdad entre mujeres y hombres porque se empezara a enseñar la igualdad en las escuelas, sino que las escuelas empezaron a considerar la necesidad de enseñar la igualdad gracias al efecto del feminismo en el conjunto del cuerpo social. Y esto es sin duda un avance, pero desde luego no resuelve el problema. De eso mismo se dieron cuenta las investigaciones en EEUU a propósito del racismo cuando acabó la segregación escolar. El alumnado negro y blanco comparten las aulas desde hace mucho, pero el racismo en dicho país está muy lejos de desaparecer, incluso habiendo tenido un presidente afroamericano – mestizo, en realidad -, e incluso después de que otro afroamericano como Will Smith haya salvado a la humanidad unas 500 veces en la gran pantalla.
Hablando de cine, recuerden al personaje de Edward Norton en American History X, cuyo profesor afroamericano le emplaza a reflexionar acerca de la situación de la población negra, pero su entorno – principalmente su padre – le empuja en dirección opuesta, así que acaba convertido en un líder neonazi, y sólo recapacita cuando se encuentra con la realidad aplastante de dentro de la prisión. El profesor había hecho su trabajo educativo, pero el padre también había hecho su función socializadora acorde con los valores – racistas – en los que creía. Y entre enfrentarse a su profesor o enfrentarse a su padre, el pequeño futuro neonazi elige lo primero. Entre muchas otras cosas, este film de Tony Kaye viene a decir que la educación es importante, pero no se le puede pedir que solucione por sí misma los graves problemas sociales de fondo. Y eso suponiendo que el sistema educativo esté poblado de profesionales que, como el profesor afroamericano de la película, se caracterizan por unos valores basados en la igualdad y el antirracismo, cosa que no deja de ser un tanto ilusoria.
Lo que ocurre es que, como no podría ser de otro modo, en la escuela se reproducen todas las opresiones y discriminaciones que atraviesan una sociedad. Igual que los planes de estudios son diseñados políticamente para responder a las necesidades del sistema socio-productivo o del mercado, el profesorado tampoco es ajeno a los cambios políticos e ideológicos de la sociedad, en tanto que son individuos que integran dicha sociedad. En las últimas décadas, después del fin del bloque soviético y con el desmantelamiento del Estado del Bienestar, los valores individualistas, competitivos y neoliberales, mercantilizadores de todos los rincones de la vida y el cuerpo humanos, han circulado a sus anchas. La sociedad en su conjunto se ha derechizado, y es lógico que también lo haya hecho el profesorado. Sólo en la medida en que estas ideas sean combatidas en el conjunto de la sociedad, también lo podrán ser en la escuela. Claro que podemos pensar que para enseñar matemáticas debidamente no hace falta ser antirracista o feminista, y precisamente esto prueba que la escuela no tiene por qué ser considerada la única herramienta, ni la principal, ni la más útil para propiciar un cambio social.
La educación o sistema educativo, pues, no es ninguna varita mágica capaz de arreglar el mundo. Más bien es otro campo de batalla en el que se desarrollan los conflictos sociales, políticos, ideológicos y económicos de los distintos grupos con intereses opuestos que conforman una sociedad.
Sin embargo, lejos de comprender esto, dirigentes políticos, activistas de los movimientos sociales y prácticamente todo el mundo insisten en que la educación es en sí misma la llave para la transformación social. A estas personas las animo a pensar en su propia infancia y juventud. Seguro que, como en la mía, en su escuela les transmitieron un sinfín de valores supuestamente positivos y correctos. ¿Hemos integrado y cumplido con estos valores sin más, asumiendo que aquello era lo correcto porque nos lo decían en la escuela? En muchos casos la respuesta es no. Y si pensamos en lo mucho que de adolescentes nos gustaba hacer lo contrario o cuestionar lo que nos decían en la escuela, esa idea de la educación como varita mágica parece perder sentido.
No obstante, la idea de la educación como varita mágica tiene una gran ventaja. Pero no para la transformación social, más bien para lo contrario. Dicha idea es fabulosa para descargarnos de las responsabilidades que nos competen como personas adultas de esta sociedad, incluso como dirigentes políticos. Si bien ya es tarde para que las personas adultas eliminemos nuestro machismo, racismo o clasismo, dejemos que sean las nuevas generaciones quienes lo solucionen, como si fuera posible mantenerlas a salvo de nuestros propios defectos como sociedad. La infancia y la adolescencia bien podrían mirarnos estupefactas y preguntarnos: “¿Por qué yo, que acabo de llegar, tengo que cambiar lo que tú no has sabido remediar?” Claro que siempre les quedará aprender de sus mayores y hacer lo mismo cuando lleguen a la edad adulta, y puedan convertirse en dirigentes políticos que digan lo mismo, descargándose de sus responsabilidades volviendo a señalar la educación de la generación más joven como varita mágica para arreglar los problemas sociales, que seguirán enquistados cuando no agravados, porque su origen no está en la educación.
Pie de foto: “El problema con el que todos convivimos” (1964), obra del artista estadounidense Norman Rockwell, representando el fin de la segregación racial escolar con la escena de la pequeña Ruby Bridges teniendo que ir la escuela escoltada por agentes federales debido a los ataques racistas. 60 años después, el racismo y la desigualdad entre la población blanca y negra en EEUU continúa.