Europa es la cuna del capitalismo más temprano, el que va sustituyendo progresivamente, desde el siglo XVII hasta bien entrado el XIX, la propiedad y el sistema productivo, económico y laboral feudal caducado, por un desarrollo productivo y económico burgués, basado en las empresas pequeñas y talleres y en producciones artesanales y a pequeña escala.
A partir de 1840 se va transformando rápidamente esta producción por el desarrollo espectacular del maquinismo industrial. En 50 años todas las pequeñas industrias y talleres son sustituidos por grandes fábricas equipadas de nuevas energías, de carbón, hierro, acero y productos que utilizan directamente la ciencia, la técnica y la mano de obra en función de una masiva producción competitiva de mercado, que rompe todas las barreras anteriores de los mercados locales limitados. En consecuencia, el obrero que antes era responsable del producto final se convirtió en un pequeño engranaje del proceso productivo.
Este cambio total en el sistema productivo se acompaña de la puesta en marcha de potentes tornos y perforadoras neumáticas y de nuevas técnicas como la rotativa y la máquina de escribir en 1867, el cemento y el hormigón en 1883, las armas de repetición en 1862, o la dinamita en 1866. En el campo, el maquinismo agrícola, con trilladoras, segadoras, tractores y fertilizantes nuevos como el guano peruano, transforman la agricultura. El sistema de transportes sufre también un cambio radical: el barco de vapor sustituye al velero, siendo más rápido y cargando más y se construyen grandes transatlánticos que trasladan emigrantes europeos a América; el ferrocarril, el tranvia, y posteriormente el auto y el avión representan una auténtica revolución en rapidez y capacidad de carga en todo el sistema de transporte humano y de mercancías. Y para completar el panorama de grandes comunicaciones, en 1869 se abre el canal de Suez, en 1893, el de Corinto en Grecia, el de Kiel Alemania en 1895 y el de Panamá en 1914.
En este proceso, los EEUU, Inglaterra, Francia, Alemania y Japón se convierten en las potencias industriales y económicas hegemónicas en el mundo, dominando todo el sistema de libre cambio y competencia, fortaleciendo los lazos coloniales y sometiendo a los pequeños países y a los suministradores de materias primas.
Hasta aquí un breve y conciso repaso al desarrollo del capitalismo a partir del siglo XIX. Karl Marx y Friedrich Engels ya lo analizaron en profundidad, al tiempo que plantearon que con el desarrollo del capitalismo, las grandes fábricas y las nuevas y masivas producciones industriales, en agricultura y en servicios, también se potenciaba la concentración, contacto, relación, organización y compromiso de la clase obrera en la defensa de sus reivindicaciones más básicas y en la lucha contra la explotación capitalista y por un sistema social más justo e igualitario. En el Manifiesto del Partido Comunista de 1848 y en textos posteriores desarrollaron y defendieron la teoría de la lucha de clases como el «MOTOR DE LA HISTORIA». Argumentaron asimismo que la lucha de clases no se puede ver como un elemento unilateral, sino que debe contemplarse en sus dos vertientes: La que se aplica desde arriba, por los que controlan el poder económico, las bolsas, la banca y la comunicación, para revertir y destrozar las conquistas
obreras, anular o comprar al movimiento obrero organizado e involucionar el proceso social; y la que, desde la base de la sociedad vende su fuerza de trabajo en el mercado, lucha por la defensa y ampliación de sus derechos laborales, sociales y políticos y por el cambio social. En resumen «lucha de clases como motor de la historia». Pero el motor de la historia se para cuando se renuncia al cambio por parte del Movimiento Obrero, de los partidos y sindicatos que se fundamentan, o fundamentaban, en el sentido de clase. Cuando se pasa progresivamente de la socialdemocracia al social liberalismo, de la defensa de nuevas conquistas en las condiciones de trabajo y de vida con las formas de lucha necesarias en cada momento, huelgas, manifestaciones…., a aceptar pequeñas «mejoras» concedidas por el sistema para que se renuncie a la disputa por el control y la distribución y redistribución de la riqueza producida por el trabajo humano.
En Europa, y en general, estamos en este momento en que el gran desarrollo que hubo históricamente en la lucha y conquista de derechos laborales, sociales y políticos importantes y en la organización sindical y política de clase, se está perdiendo a marchas forzadas, aceptando y cediendo casi todo el terreno a las contrarreformas que impone la globalización neoliberal y a sus formas de drástica liquidación de derechos que se consideraban irreversibles. Y la izquierda no está ni se la espera. Ni con acciones contundentes contra las políticas económicas, laborales y sociales conservadoras y neoliberales, ni contra la política de guerras coloniales y de saqueo que mantienen los gobiernos europeos, EEUU y la OTAN. Políticas que, además de anular la conciencia moral y política de la izquierda, matan a centenares de miles de personas, destruyen países y siembran el caos y el hambre en amplias zonas de las que huyen millones de personas, convirtiendo el norte de África y el Mediterráneo en el paraíso de las mafias, en el campo de concentración, tráfico de personas y la tumba de miles de niños y niñas, mujeres y hombres y el mar Mediterráneo en el mar de la violencia, de la desesperación y de la destrucción de la convivencia y colaboración entre países y personas.
Si aplicamos a la organización y lucha social y política de la izquierda la fórmula de la energía como masa por la velocidad al cuadrado, llegamos a la conclusión de que la energía actual de la izquierda es nula: no hay masa organizada, ni tiene velocidad al cuadrado. Es un ser amorfo sin pena ni gloria que navega sin rumbo al ritmo de los intereses y avatares de la derecha neoliberal y belicista. O incluso, cambiando el antaño predicado internacionalismo solidario por nuevas versiones del nacionalismo más ramplón, reaccionario y peligroso. En Europa hay variados ejemplos, y en España una muestra completa del carácter reaccionario y racista de los nacionalismos, con métodos de imposición fascistoides, teniendo de cómplices vergonzantes y vergonzosos una llamada «izquierda progresista» que hace tiempo que perdió los papeles, después de haber contribuido a llevarnos al pozo sin fondo actual.
O sea, que después de lo dicho, no queda, a mi entender, otra alternativa que reconstruir, o construir, una izquierda democrática, que partiendo de diversas posiciones políticas o ideológicas, tenga clara la necesidad de unir fuerzas y esfuerzos para defender las reivindicaciones más necesarias ahora, y enfoque un cambio en la perspectiva republicana, orientado al socialismo. En ello estamos trabajando, intentando organizar y coordinar los esfuerzos. En Madrid, (la Plataforma por un proyecto democrático para recuperar y unir a la izquierda), y en Catalunya Asec-Asic (Asamblea Social de la izquierda catalana) «Front d´Esquerres no Ncionalistes» y otros grupos. Hay movimientos en otros sitios. Poned en marcha plataformas que vayan en parecido sentido. Nos iremos encontrando en el camino.