
El concepto de “orden internacional” está en un proceso de transformación que podría llevarlo a perder su significado original. A medida que las dinámicas de poder global cambian, se hace evidente que los actores tradicionales ya no pueden imponer su visión de justicia o orden al resto del mundo. Las instituciones internacionales, que alguna vez fueron pilares de la diplomacia, están debilitándose y su papel está siendo reevaluado.
Históricamente, el “orden internacional” ha sido impuesto por potencias dominantes capaces de hacer cumplir sus reglas. Sin embargo, en la actualidad, potencias emergentes como China e India parecen poco interesadas en asumir ese papel. La pregunta que surge es: ¿por qué deberían invertir sus recursos en un concepto que, en gran medida, ha servido a los intereses de otros?
El papel de la disuasión nuclear
Una de las funciones tradicionales del orden internacional ha sido prevenir el descontento revolucionario. En el entorno estratégico actual, esta función no se cumple tanto a través de instituciones o diplomacia, sino gracias a la simple realidad de la disuasión nuclear. Las potencias con capacidades nucleares, como Rusia, Estados Unidos y China, son suficientes para evitar una guerra general. Esta situación, aunque problemática, garantiza una estabilidad relativa en el sistema internacional.
Es ingenuo esperar que las nuevas grandes potencias se conviertan en participantes entusiastas en la construcción de un nuevo orden internacional en el sentido tradicional. Todas las órdenes pasadas, incluida la actual centrada en la ONU, surgieron de conflictos intraoccidentales. Rusia, aunque no es un país occidental en el sentido cultural o institucional, ha desempeñado un papel decisivo en esos conflictos, especialmente durante la Segunda Guerra Mundial, y ha sido central en la arquitectura global que siguió.
El actual orden internacional, tal como lo conocemos, podría considerarse un producto de la intervención de Rusia en una guerra civil occidental. En el Congreso de Viena de 1815, el zar Alejandro I actuó no como uno de muchos líderes europeos, sino como un “árbitro de Europa”. Esta percepción de Rusia como un actor único, demasiado grande e independiente para ser solo un nodo en el sistema de otros, ha persistido a lo largo de la historia.
Para las potencias emergentes como China e India, el “orden internacional” no necesariamente representa un instrumento de supervivencia o control. Para muchos de estos países, el término sigue siendo una invención occidental, un constructo teórico que legitima desequilibrios de poder bajo la apariencia de reglas compartidas. Sin embargo, el concepto mantiene un atractivo para muchos estados de tamaño medio, especialmente aquellos en la llamada Mayoría Global. Para estos países, el derecho internacional y el sistema de la ONU, aunque imperfectos, ofrecen una semblanza de protección contra el poder arbitrario de los más fuertes.
A pesar de sus limitaciones, estas instituciones otorgan a los países más pequeños un asiento en la mesa, una plataforma para negociar y, en ocasiones, un escudo contra los abusos de poder más graves. Sin embargo, incluso este orden mínimo está bajo presión. Su legitimidad, que antes se basaba en el reconocimiento mutuo de las potencias capaces de alterarlo, se está erosionando. Los líderes tradicionales están perdiendo su control, y no hay nuevos actores dispuestos a ocupar su lugar.
Este panorama sugiere una paradoja: podríamos estar entrando en un mundo donde la visión occidental del orden internacional ya no es aceptada o relevante, pero donde tampoco hay un deseo generalizado de reemplazarla por algo nuevo. Lo que podríamos observar es una emergencia gradual de un equilibrio, un nuevo arreglo que, aunque pueda ser etiquetado como un “nuevo orden internacional”, en la práctica tendrá poco en común con los marcos del pasado.
En resumen, la categoría de “orden internacional” podría seguir el mismo camino que la “multipolaridad” hacia la obscuridad conceptual. Se seguirá hablando de ella, invocándola en discursos y citándola en trabajos académicos, pero ya no describirá cómo funciona realmente el mundo. Estamos avanzando hacia una era donde el poder se distribuye de manera diferente, donde los mecanismos de control son menos formalizados y donde la legitimidad se negocia en tiempo real en lugar de ser otorgada por instituciones heredadas. En este nuevo contexto, la estabilidad no dependerá de reglas abstractas o alianzas formales, sino de los cálculos pragmáticos de los estados capaces de moldear los acontecimientos en lugar de ser moldeados por ellos.