Hace poco un amigo me comentaba en broma que iba a ponerse tetas, porque le gusta cómo quedan. Y no se trataría de dejar de ser hombre, sino de ser un hombre que se ha puesto pechos. Por cuestiones de trabajo, tuve el placer y la suerte de pasar unos días en casa de esos amigos, y también la oportunidad de sentarme con ellos a ver un famoso programa de la televisión estadounidense muy popular en el colectivo LGTB. Se trata del talent show titulado RuPaul’s Drag Race, en el que varios hombres compiten para ser nombrados mejor drag queen de EEUU. Me pidieron que hiciera mi análisis de dicho producto audiovisual televisivo, o sea que ahí va.
El fenómeno de las drag queens es la forma anglosajona de designar lo que se solía conocer como transformismo. El transformista sandieguino RuPaul Andre Charles, habiendo estudiado artes escénicas en Atlanta, Georgia, se hizo internacionalmente conocido desde finales de los 80. En 2008 empezó a producir y presentar RuPaul’s Drag Race, programa emitido por Logo, canal de televisión dedicado al mundo LGTB propiedad del conglomerado empresarial ViacomCBS, con sede en Nueva York, donde RuPaul brilla a todo color en las pantallas de Times Square.
RuPaul es el alma del programa, y como experto transformista juzga los personajes creados por otros jóvenes transformistas que participan en la competición, en la cual podemos definir tres áreas artísticas diferenciadas. En primer lugar, el diseño y confección de la vestimenta y el maquillaje. En el segundo, se juzga también la comicidad del personaje, teniendo que elaborar monólogos o escenas de improvisación que hagan reír al jurado. Y finalmente, en la competición entran también los aspectos performativos, la interpretación, el baile o el playback. Gana la drag queen que sepa construir el mejor personaje en estos tres campos.
Y hablando de construir, habrán escuchado muchas veces que el género es una construcción social. En nuestra sociedad, para las mujeres el género supone el mandato de permanecer bellas, bonitas, decoradas. Es en virtud de ese mandato que se perforan las orejas de las niñas nada más nacer. Luego viene todo lo demás, la ropa sexy, el maquillaje, los tacones altos… A nadie se le escapa, y menos al público del programa de RuPaul, que las drag queens, hombres a quienes no afecta ese mandato, llevan el artificio de la feminidad patriarcal a su máxima expresión. Y la gracia está precisamente en que no son mujeres. Las mujeres pueden ser drag kings, mujeres transformistas que crean un personaje masculino, mucho menos populares que las drag queens.
En cualquier caso, la gracia del transformismo está en que una persona de un sexo determinado se haga pasar por otra del sexo opuesto mediante el ilusionismo creado por la ropa, el maquillaje y las prótesis. Un disfraz. Y si un hombre tiene que parecer una mujer, tendrá que hacerlo de forma exagerada, no sólo parecer una mujer, sino La Mujer, con una figura perfecta, un pelo estupendo y un maquillaje de fantasía. Ciertamente, es algo espectacular cómo un hombre puede llegar a representar tan bien la feminidad patriarcal, e incluso podría servir como crítica al género al poner de manifiesto que se trata de un conjunto de estereotipos que cualquiera puede imitar.
Sin embargo, RuPaul’s Drag Race no va por ahí, y se trata más bien de la exaltación de la feminidad patriarcal. Esta exaltación no es algo desconocido. Decía Simone de Beauvoir que la vedette, con su feminidad acentuada, su hipersexualización y sus dotes artísticas, era la proyección de la prostituta de la élite cultural para consumo masivo. La drag queen puede entenderse como una heredera de la vedette, y efectivamente, en el programa de RuPaul encontramos a unos personajes femeninos grotescos y estereotipados, situados entre la prostituta y el payaso, listos para el consumo masivo. Y especialmente por parte de hombres homosexuales, colectivo que acostumbra a marcar tendencia y a ser muy influyente en la moda. Cosas como RuPaul’s Drag Race ofrecen una forma de consumo estético, cultural y audiovisual de la Mujer y la feminidad adaptada al público gay. Y eso está muy lejos de ser feminista, aun siendo algo que pueda verse como transgresor o provocador en relación con los intereses del colectivo de los hombres gays.
Por fortuna, un hombre homosexual no hace un consumo sexual de las mujeres en el sentido de que no consume prostitución femenina. En lo reproductivo, los hombres gays sí pueden consumir a una mujer a través de los vientres de alquiler, aunque la mayoría de la clientela de las clínicas de explotación reproductiva y compraventa de bebés son parejas heterosexuales. El consumo de la Mujer y de la feminidad patriarcal en el mundo gay es sobre todo estético. Y digo de la Mujer y la feminidad patriarcal porque no sólo se trata de un consumo de esta última, de la ropa y el maquillaje con que construirla. Los transformistas utilizan prótesis para simular las curvas del cuerpo femenino, simular pecho y caderas de quita y pon. Así, la misma anatomía femenina acaba siendo tratada como un complemento estético más para uso y consumo masculino. Y un hombre puede pensar en ponerse pechos como quién se hace un tatuaje o se compra un bolso. La broma de mi amigo era muy pertinente en la medida en que ponía esto de manifiesto.
En la situación actual del capitalismo neoliberal, la Mujer se convierte en objeto de consumo de todas las formas imaginables, de forma literal, como en lo sexual y lo reproductivo; o de forma figurada, como en lo estético. Las mujeres de carne y hueso y la misma idea de Mujer pueden ser mercantilizadas de formas específicas en función de los intereses de una clientela concreta o de un público en particular. Nada que tenga que ver con nosotras está a salvo de esta mercantilización, de ser percibidas como objeto sexual y reproductivo, o bien como un complemento estético de los personajes femeninos performados y consumidos por hombres homosexuales. Y no resulta nada agradable reconocerlo, pero no es difícil darse cuenta de que lo LGTB no está necesariamente reñido con la opresión de las mujeres, especialmente si hay de por medio la capacidad de generar beneficios económicos.