Para poder valorar un libro, es preciso haberlo leído. Tal afirmación, tan obvia, parece que no se ha cumplido con la obra Stalin ¡insólito! de Ricardo E. Rodríguez Sifrés (Templando el acero, 2017), que en varios medios ha sido condenada sin que se le haya concedido el beneficio de la duda, esto es, haberla leído previamente.
Es de sobras conocido que la figura de Stalin ha generado (y genera) una cantidad de bibliografía ingente, que resulta prácticamente imposible abarcar. Además, debemos considerar más factores que dificultan su valoración como personaje histórico. En primer lugar, la contundencia con que ha quedado fijada la imagen arquetípica de un Stalin perverso, cruel y tirano. En segundo término, la dificultad, para quien no sabe ruso, de poder acceder a los archivos y a la reciente bibliografía escrita en ese idioma sobre el político georgiano. En tercer lugar, el problema que supone discernir entre el estudio histórico (que aspira a la objetividad, a pesar de que esta sea imposible) y la ideología política del autor que escribe un texto. Por último, creo que también es un problema no disponer de una edición crítica de las obras completas de Stalin. Las fuentes primarias siguen siendo fundamentales. A diferencia de Karl Schögel (“han quedado atrás aquellos tiempos en los que cabía imaginar que el estudio de los textos de Marx y de Lenin podía contribuir al entendimiento de ese gran caos tumultuario que fue la Rusia del siglo XX”, Terror y utopía. Moscú en 1937, 2014, El Acantilado, p. 26), considero que la lectura de las obras de Stalin sigue siendo fundamental para el estudio de su figura.
La obra de Rodríguez Sifrés resulta incómoda porque no constituye una apología hagiográfica de Stalin. El autor no duda en reconocer los errores de su gobierno, y lo hace explícito en reiteradas ocasiones (“hubo muchas equivocaciones, errores, derrotas, arbitrariedades, violencia, injusticias, avances y retrocesos”, p. 55, y también en p. 41, 56-58, 467). Además, y de manera inteligente, el autor no duda en emplear fuentes claramente críticas con la obra política de Stalin (entre otros, Conquest, los hermanos Medvedev, Locqueur o Rayfield), de manera que el lector se siente desconcertado en diversas ocasiones, ya que no sólo se han empleado fuentes que pudieran resultar útiles para conseguir vindicar la figura de Stalin.
Para el autor, a pesar de los errores que se cometieron, la valoración sobre Stalin es eminentemente positiva. A pesar de los errores, considera que la Revolución se consagró, y la URSS que dejó tras su muerte era más fuerte que la que se encontró cuando llegó al poder. Soy de la opinión que aún nos faltan varias décadas para poder entender con precisión qué supuso el mandato de Stalin, tan extenso en el tiempo como complejo en su evolución.
Algunas consideraciones más. Creo que el libro hubiera ganado en profundidad si se hubiera atendido a otros aspectos, a saber: llama la atención la ausencia de referencias a la historia de Rusia en general, para entender el miedo e inseguridad de sus gobernantes (ya desde los tiempos de los zares) a una posible invasión extranjera, tal y como intuyó hace décadas Ian Grey, que comparó a Stalin con Iván el Terrible. Esta línea de investigación, planteada recientemente por James Harris (El gran miedo. Una nueva interpretación del terror en la Revolución Rusa, Crítica, 2017), resulta muy atractiva, a la vez que ha evidenciado de manera empírica que Stalin no era un paranoico que dictaba las confesiones en los llamados “juicios de Moscú” (“no hay pruebas que indiquen que Stalin dictó el contenido de las confesiones como parte de algún plan cuidadosamente urdido para deshacerse de quienes en otra época habían sido sus rivales y otros viejos bolcheviques”, El gran miedo, p. 175) . Por otra parte, se echa de menos un estudio más detallado sobre el tema del culto al líder, una de las mayores acusaciones que recaen aún sobre Stalin. Además, la figura de Beria (tan criticada por Svetlana Allilúyeva) hubiera merecido, quizás, una atención más destacada, así como el controvertido apartado sobre el gulag. Aspectos como la repercusión económica de este podrían haberse tratado, a la vez que se echa de menos la referencia a la obra de Anne Applebaum, sobre todo por la cantidad de fuentes primarias que dicha autora incluye (Gulag, Debate, 2012). Otros temas como el llamado “complot de los médicos” o la memoria sobre Stalin, especialmente durante los mandatos de Brézhnev, Andrópov y Chernenko, podrían haber sido interesantes para conocer la opinión del autor, puesto que el tema de Kruschov y Gorbachov se trata de manera amplia en la obra. Por último, la bibliografía debería citarse siguiendo cánones académicos.
En cualquier caso, se trata de una obra que merece ser leída, escrita con un estilo ágil y diáfano, y que ayuda a replantear una figura tan compleja y escurridiza como la de Stalin.
Shok